Mi niñez y juventud transcurrieron en la calle Santander, en la que nací, así como en sus alrededores, ya que allí viví mis padres y mi hermano Sergio. En nuestra misma calle mi padre tuvo una pequeña bodega llamada Sergio en la que paraba mucha gente del barrio y que cerró a comienzos de los sesenta. Mi primer colegio fue el Coca, del que pasé al Suevia, ambos en la calle Noia, en los que estuve hasta los doce años, edad en la que pasé a la Academia Vidal, en la plazoleta de la Paz, a cuyo director los chavales llamábamos el profesor Palillos.

Todos mis amigos de la infancia los hice en esos tres colegios, ya que casi todos vivían en el barrio, y entre ellos destaco a Juan, Montero, Carlos Arias, Emiliano Tomé, Amador el hijo del zapatero, Jaime, los hermanos Paco y Carlos Fraga, Luis Longueira, los hermanos Santodomingo, Carlos Muiños y Veloso, así como infinidad de chicas de toda la zona.

Recuerdo que en aquellos años la gente compraba al fiado en las pocas tiendas que había por las calles y que hasta mi padre lo hacía así con el vino, que la mayoría de la gente se llevaba en un garrafón de cristal, aunque cuando se cobraba todos venían a pagar, ya que había mucha confianza entre todo el vecindario.

Los niños de aquellos años solo pensábamos en jugar en la calle a todo lo que podíamos, como las chapas, las bolas, el che, la bujaina y la pelota. También hacíamos batallitas contra otras pandillas simulando ser piratas, romanos, vaqueros o indios, en función de la película que algunos domingos podíamos ver en cines como el España, Doré o Monelos, que siempre estaban abarrotados de chavales.

Pero no era tan fácil ir al cine, ya que había que esperar a que nos dieran la propina del domingo, que eran unos simples patacones, ya que si nos daban una peseta podíamos creernos millonarios, puesto que con ese dinero nos daba para el cine, pipas chufas, palo de algarroba o un gran chantilly que vendían en las dulcerías que había frente a los cines Monelos y Gaiteira.

Recuerdo que un día de agosto nos fuimos a Uxes y nos llevamos una sábana grande y dos palos para hacer como si fuera una tienda de campaña. También llevamos una escopeta de perdigones para cazar gorriones que después comimos, tras lo que pasamos la noche envueltos con la sábana debajo de un pino. Al día siguiente fuimos a la fiesta del pueblo y nos quedamos hasta que acabó, tras lo que volvimos andando por la vía del tren y atravesando los túneles, en los que nos quedábamos llenos de carbonilla cuando pasaba una máquina de vapor.

Muchas veces recorríamos las obras y las casas viejas para recoger chatarra y venderla en la chatarrería de los hermanos Alberto, donde lo poco que nos daban lo gastábamos jugando al futbolín y o cambiando tebeos en la librería de Aurorita, en la calle Vizcaya, que era un punto de reunión para todos nosotros. En aquellos años se puso de moda hacer carritos de madera con ruedas de acero que conseguíamos en los talleres y ferranchinas y con los que hacíamos competiciones bajando a tumba abierta por las calles en cuesta.

En mi juventud practiqué el ciclismo junto con varios amigos, ya que con nuestros ahorros y los primeros sueldos pudimos comprara plazos aquellas pesadas bicis de carreras con las que pudimos hacer viajes hasta Santiago subiendo las curvas de Herves y de Mesón do Vento. Aquello era una aventura para nosotros, ya que rezábamos para no tener un pinchazo.

Con el tiempo, dejamos esa afición y disfrutamos de nuestros primeros ciclomotores, con los que ligábamos más. Poco a poco, nos fuimos independizando de la familia y algunos de la pandilla se fueron a trabajar al extranjero, mientras que otros nos fuimos a vivir a otros barrios de la ciudad, nos casamos y perdimos el contacto con los antiguos amigos. Empecé a trabajar como aprendiz en un taller de chapa y pintura, en el que pinté las cajas de los pocos camiones que había en aquella época. Con el tiempo abrí mi propio taller, en el que desarrollé toda mi vida profesional. Me casé y tuve un hijo, llamado Víctor.