En un artículo publicado por LA OPINIÓN, el pasado 23 de marzo, sobre el traslado que ofrecía el Concello para el molino de A Gramela a Visma o Bens, el presidente de la entidad vecinal del Agra, Ricardo Seixo, aseguraba que el colectivo de residentes "no aceptará" ninguna otra ubicación que no sea el parque del Observatorio, para que la construcción quede en el barrio, toda vez que el emplazamiento original fue engullido por edificios y viviendas.

Ni que decir tiene, que, ante tal razonamiento, los representantes municipales garantizaron que no irán contra la voluntad de los residentes del Agra, y serán los vecinos quienes decidan su ubicación.

Y la verdad es que no les falta razón, tanto al colectivo vecinal como a la resolución municipal, al alegar que esta edificación representa el pasado de la ciudad, toda vez que, en 1812, ya existían dos molinos de viento "claramente representados en un plano militar".

Y es cierto; pero la génesis de este complejo panificador es más antigua que la datación de los planos aludidos. Por ello, tendremos que atrasar nuestros relojes y situarnos a mediados del siglo XVIII, cuando el indiano Genaro Fontenla (recordado por haber fallecido en su vivienda el general inglés Sir John Moore), después de realizar una sustanciosa fortuna en Méjico, decidió regresar a su Galicia natal e instalarse en la pujante Coruña.

Fontenla fijó su atención en la compañía estatal de los Correos Marítimos, la empresa motriz que, desde 1764, permitió el desarrollo de la ciudad y sirvió de nexo comercial entre España y las colonias americana. Y propuso a su director, Raimundo Onís, tomar a su cargo el suministro de las raciones que servían a las tripulaciones con el establecimiento de una significada industria panificadora que abasteciera aquella demanda.

Enseguida se dirigió a los altos de Santa Margarita y se puso en contacto con el maestro de obras, José Elexalde, futurible remodelador del enfundamiento pétreo de la Torre de Hércules y de no pocas obras en Galicia. Elexalde era un personaje no exento de descaro, líder en la conflictividad comercial coruñesa.

Por aquel entonces, el constructor acababa de finalizar su relación industrial con Bruno Quintana y Francisco Zevallos, a quienes tenía aforado un pedazo de terreno baldío de 110 varas de largo y 38 de ancho, al lado de la ermita de Santa Margarita, en donde habían construido un molino de "Nueva Invención", almacén para granos, tres ranchos y otros edificios. No obstante, aquel negocio duró dos años. En julio de 1779, Quintana y Zevallos traspasaron sus derechos a Elexalde, siempre que éste se hiciera cargo de los 12.000 reales de déficit que acumulaba la empresa.

Fontenla le propuso a Elexalde que, en el caso de ser ratificado como asentista de raciones, sería de gran utilidad construir en aquel complejo una gran panadería para fabricar pan de galleta y también fresco que abasteciera a las tripulaciones y al público en general. Confirmada la concesión, Elexalde no dudó en liquidar las cuentas con sus antiguos socios e iniciar la nueva obra. Desde aquel momento (1783) saldrán las primeras raciones que se servirán en Los Correos Marítimos.

No obstante, tal y como era de esperar, no faltó mucho tiempo para que la vena conflictiva de su socio saliera a relucir y fue el comienzo de las desavenencias entre ambos. Pero no hubo acuerdo.

Ante el cariz que tomaba el asunto, en 1786, las partes detuvieron el litigio y disolvieron la compañía. Para ello acordaron que Elexalde renunciase al terreno y foro que le pertenecía, a los 30.000 reales que llevaba invertidos y a la novena parte que le correspondía en la contrata de los Correos "reservándose únicamente el molino que fabricó, con su camino que sube desde la capilla de Santa Margarita". Como contrapartida percibió 100.000 reales y desde aquel momento Fontenla se posesionó de aquella industria.

Concluido el reparto, Fontenla se personó en el Ayuntamiento y solicitó el foro de un terreno baldío, al lado del que poseía en los extramuros de Santa Margarita "con el objeto de construir un molino de viento para (...) su panadería y del público" .

Enterado de esta pretensión, en enero de 1787, Elexalde expuso una queja al Concejo, alegando que Fontenla pretendía construir "a la margen del camino que va a Pastoriza y Bergantiños, un molino de aspas por fuera, volantes como los comunes, y muy inmediato al molino de aspas interiores suyo y que esto constituía para él un grave perjuicio por impedirle y cortarle los vientos".

Aquella reclamación no prosperó y el arquitecto municipal, Fernando Domínguez informó favorablemente la petición "por ser de la mayor utilidad y beneficio público". Un año después, el complejo panificador ya estaba en pleno rendimiento. Un henchido Fontenla no dudaba en autoproclamar "que este pan no es del que se abastece el común, y sí únicamente para el consumo de las personas que pueden y tienen buen gusto". Su frenética actividad no se ciñó al pan. Hubo otro sector alimenticio que no le resultó indiferente, como fue la salazón de sardina, ocupado por los laboriosos catalanes y que tan buen resultado les aportaba. Se incorporó al entramado pesquero y se hizo un hueco en Sada, la ría más productiva. Allí, en la parte oriental de su rada, junto al castillo de Fontán, instaló su factoría entre las de Carbonell y Gurrea.

Tampoco hizo ascos al extendido y lucrativo negocio del préstamo; pero no era un prestamista cualquiera, rivalizaba directamente con Hijosa, acaso el comerciante más boyante de época, y con la Colegiata de Santa María del Campo -si, no se extrañen-, renunciando a operaciones ínfimas, que para eso estaban los usureros.

No obstante, la guerra contra la Convención (1793-1795) hizo flojear los cimientos de aquel imperio, ya que era muy habitual que la Real Hacienda se demorara en los pagos, base fundamental de su capitalización, y la racionería no fue precisamente una excepción.

Sin embargo, y aunque el Erario flojeaba en el cumplimiento de sus obligaciones, Fontenla condescendía en el cobro, creyendo que con ello se convertía en un modelo de patriotismo y ejemplo para la ciudadanía. Mal asunto, por eso en nuestro país circula el extendido proverbio "Dios nos libre de los homenajes" porque son fúnebres o antesala del infortunio. Y así le fue.

Aquella labor ejemplarizante no fue correspondida por el Estado y, el 21 de enero de 1801, el Ayuntamiento recibió un comunicado del Intendente, de orden del Capitán General, por el cual mandaba que en los almacenes de Santa Margarita, propiedad de Genaro Fontenla, se instalaran las tropas acuarteladas en el convento de San Francisco y que su dueño entregara las llaves al Comisario de Guerra.

Esta determinación venía dada por el conocimiento de la autoridad militar de trasladar, al año siguiente (1802), Los Correos Marítimos a Ferrol.

Por tal motivo el complejo de Santa Margarita pasó, a duras penas, a competir como una panadería más, de las muchas que existían. Fontenla tuvo que aguantar el varapalo y aquellas instalaciones, concebidas para altos rendimientos, comenzaron a ser un serio lastre para su ya decadente economía.

La factoría de A Gramela perduró como buenamente pudo, pero no subsistió a la acometida impetuosa de la Guerra de la Independencia. Las tropas inglesas y francesas fueron portadoras de todo tipo de enfermedades transmisoras. El fallecimiento del general británico John Moore supuso un desfile de mandos ingleses por el interior de aquella vivienda y la consabida procesión bacteriológica que portaban. Aquel foco infeccioso alcanzó a Fontenla, quien moriría dos meses después, el 12 de marzo de 1809.

Con la muerte del fundador, aquel complejo fue en declive; cambió de manos y subsistió como buenamente pudo hasta 1869, al quedar obsoleto con los modernos sistemas de la época. Sin actividad, pero representando al icono histórico del barrio, permaneció erguido más de un siglo, hasta que en 1984 fue desmontado pieza a pieza, porque el entonces alcalde, Francisco Vázquez, lo consideró "un tapón urbanístico" y sus sillares fueron transportados al parque de Santa Margarita, donde permanecieron tres décadas. En 2013, la anterior corporación los envió a los almacenes municipales, en donde aguardan ubicación y reconstrucción.

Por todo lo expuesto, vaya mi aplauso para la asociación vecinal que preside Ricardo Seixo y para la actual corporación municipal por la iniciativa tomada: preservar el patrimonio local y que sean los residentes del barrio los que decidan el emplazamiento final de un símbolo de 250 años de antigüedad.