Molowny llevó consigo a Madrid la habilidad con el balón, la fantasía del regate, el sentido del ritmo

Como jugador Luis Molowny vivió en una época en la que el fútbol ya se había consolidado como espectáculo de masas pero estaba todavía muy lejos de invadir hasta el último recoveco de la vida cotidiana de todo el mundo. Sin el efecto multiplicador de la televisión, la fama se conseguía exclusivamente en los estadios, y desde allí se multiplicaba a través de la leyenda. A falta de la archirrepetición de las imágenes visuales con que ahora nos abruman las pantallas, otras imágenes, las literarias de los periódicos y las orales de los aficionados, eran las que acababan fijando la identidad de los elegidos. De esa forma Molowny, como jugador del Real Madrid, se convirtió en el Mangas, por su costumbre de estirar hasta el límite las de su camiseta, tirando de los bordes con los puños cerrados.

¿Una forma de expresar los problemas de adaptación al frío continental de un hombre de las islas? Tal vez. Molowny, en cualquier caso, había llevado consigo a Madrid mucho más, como bagaje netamente canario: la habilidad con el balón, la fantasía del regate, el sentido del ritmo. Con esas cualidades contribuyó a hacer más soportable la travesía del desierto de un club al que Santiago Bernabeu trataba de llevar a la tierra prometida del éxito, en espera de la cual crecía año a año el graderío de Chamartín. A Molowny le alcanzó, en sus últimos años como futbolista, la satisfacción de ver alcanzada esa meta, y compartió tardes de gloria con Di Stéfano, un líder venido como él desde otro lado del mar, aunque de más lejos.

Finalizados sus años de futbolista, comenzó para Molowny una nueva etapa, y fue muy significativo que, como la primera, la iniciara en las islas, como si, al igual que el gigante mitológico, necesitara el contacto con la tierra, con la suya, para cargarse de fuerza. En Las Palmas, con la U. D., demostró que también como entrenador podía aspirar a la excelencia, y el éxito de 1970 -un subcampeonato de Liga, nada menos- le franqueó esa puerta que no consiguen abrir muchos exfutbolistas. Fue seleccionador nacional por un breve período de tiempo y después volvió, para quedarse en ella, a la órbita del Real Madrid.

Desde entonces se convirtió en un valor estratégico del club. Afrontó alguna campaña como entrenador, pero, sobre todo, se convirtió en el recurso infalible para gestionar las situaciones difíciles y aun las imposibles. Le tocó sustituir sobre la marcha a Miguel Muñoz, a Miljanic, a Boskov, a Amancio, y en general lo hizo con un acierto extraordinario, ganando títulos. En esos trances apurados, a menudo agónicos, en que no había tiempo para planificar, Molowny demostró una vez tras otra su inteligencia futbolística, en especial, su capacidad para sacar el mejor partido de la plantilla de que disponía y para analizar la de los rivales. Sus equipos tal vez no tenían estilo, pero sí eficacia. De una de esas citas tengo un recuerdo personal, la final de Copa de 1982, que el Real Madrid ganó al Sporting de Gijón en el Nuevo Zorrilla de Valladolid, en una noche terrible, en la que un viento a la vez helado y huracanado azotaba los graderíos y barría el césped, sobre el que los jugadores tenían serios problemas para sacar faltas o lanzar córneres, porque el balón no se quedaba quieto.

También recuerdo varios encuentros profesionales con Molowny, siempre difíciles, no por la falta de cordialidad, pues el buen trato estaba garantizado por su parte, sino por su invulnerable discreción. Como solemos decir en el gremio, Molowny no daba nunca un titular. Era el antidivo por antonomasia. Ni juzgaba ni alardeaba. Dejaba que los hechos hablaran por él en el campo. Sólo allí descubría las cartas que llevaba guardadas, cómo no, en las mangas. Aunque, en realidad, todo él era un as.