El Dépor y el deportivismo están últimamente que no se encuentran. Aún les tiran las cinco costuras de las curas del Bernabéu, la rutina de la Copa les exige y casi sin pestañear se ven en plena racha negativa. Acaba de perder en una semana tantos partidos como en el resto de la primera vuelta. Unos números con matices, pero matemática al fin y al cabo. Con 27 puntos y a 12 del descenso, viven una de esas crisis de la clase media-alta, de esas en las que los lamentos se frenan en seco cuando reparas de dónde vienes. Igual el Armagedón no está a la vuelta de la esquina. Problemas de desahogados. ¡Quién los hubiera tenido hace algunos meses!

Todos los males del Dépor tienen un origen, que no un culpable, Lucas Pérez. De entre las múltiples virtudes de su eclosión, la mayor ha sido convertirse en el catalizador perfecto e infalible del caudal ofensivo, defensivo y táctico de su equipo. Él daba salida en forma de goles a todo lo que hacía el grupo. Inteligentes, finos, serios, contundentes, competitivos... Esa sensación de que arriba Lucas no iba a fallar, transmitía una seguridad al equipo que aumentaba su autoconfianza. El problema es que el zurdo se puso a golear por encima de sus posibilidades y de la de la mayoría de los mortales. Y mientras él seguía en ese idilio con las redes rivales, el Dépor no terminó de recuperar a Jonathan y Oriol Riera ni de tejer una alternativa ofensiva fiable. No les han sobrado los minutos, pero una vuelta entera en Liga sin un gol de ninguno de los dos es injustificable. Por mucho duelo aéreo que gane el catalán o maneras que apunte el uruguayo.

Lucas, con la sombra del récord de Bebeto y los kilómetros que lleva encima, empezó en Getafe a no embocar todo lo que le llegaba y el Dépor quedó más expuesto. Un día todos repararon en que era humano. Esa sensación de fragilidad hizo dudar al equipo. Saben lo que tienen que hacer, lo intentan, creen en su plan, pero algo les dice que esta vez puede salir cruz, que no son intocables. El fútbol fue injusto con ellos ante el Villarreal. Y así se plantaron en el Bernabéu. Siguieron la hoja de ruta, el delantero coruñés falló y afloró una bisoñez casi olvidada. Ahora Lucas debe volver y el Dépor también. Y, de paso, solucionar sus problemas arriba y en las bandas (¿dónde estaba Luisinho?) que se han pospuesto durante meses por el momento eternamente dulce del 7 de Monelos. Tampoco hay que ignorar las alertas. Primera oportunidad de redimirse, en la Copa.

Es muy probable que el Deportivo lo pase mal esta noche. El Mirandés es un verdadero incordio en Anduva y no se queda atrás transmitiendo esa incomodidad a domicilio. Ya echó a la cuneta al Málaga en La Rosaleda. 0-1. Pulgada a pulgada, pelotazo a pelotazo, presión a presión. El Dépor se va a tener que currar la Copa. Este mes de enero es el del trabajo oscuro, el que mide las plantillas, el básico para aspirar a este caramelo de título. Pocos se acuerdan de que el año del Centenariazo hubo que fajarse con el Figueres en las semifinales. Bajó al barro, ganó el 6 de marzo.

Madrid y el ombliguismo

El Dépor fue testigo de cómo se inventó el fútbol el pasado sábado. Suerte. A tenor de la corte que rodea al Real Madrid, algo así tuvo que pasar con la llegada de Zinedine Zidane al equipo blanco. También debió influir haber consentido a unos futbolistas que ya pueden jugar como quieren y a los que por fin les cae bien su jefe. Pero esos detalles estropean una historia demasiado redonda como para andar con matices. Nada va a variar el happy end. El deportivismo no se coló en esta fiesta y volcó parte de sus frustraciones en el árbitro. Tiene derecho y razones para quejarse, pero una decisión errónea y de un tercero no puede ocultar la verdadera realidad: el Dépor cayó por méritos propios. Falló. Sin dramas ni tampoco excusas. Sin crisis ficticias ni encubrimientos. Hay que mirar al frente.