Enfrentado la otra noche a cinco señoras y un caballero ante las cámaras de la tele, Mariano Rajoy dejó perfectamente claro que nada está claro en España, salvo que el Gobierno no tiene un duro. Tampoco había que decir más.

Los más críticos con el presidente, que son casi todos, lamentaron que Rajoy no aprovechase la ocasión para declarar con claridad sus propósitos más inmediatos; pero tal vez se trate de una apreciación injusta. Más diáfano que nunca, el primer ministro repitió varias veces que su principal -y acaso único- empeño es el de equilibrar gastos e ingresos de tal modo que España pueda cumplir con el objetivo de déficit que se le ha marcado. Donde no hay harina, todo es melancolía: y a esa sabia conseja castellana se ha acogido el gallego Rajoy para dar a entender que, sin unas cuentas saneadas, todo lo demás resulta accesorio.

Tanto es así que incluso el rescate de la economía española le parece un asunto menor comparado con las penurias de tesorería que solo podrán paliarse si se reduce la diferencia entre las muchas salidas y las pocas entradas de dinero en las arcas del Estado.

Contra ese rocoso principio nada pudo hacer la media docena de interlocutores que insistían una y otra vez -sin hacer sangre- en que el presidente esclareciese si va pedir o no el rescate de España. Maestro en el arte de la evasiva, Rajoy no quiso confirmar ni desmentir la hipótesis de que el BCE, la UE y el FMI vayan a practicarle una intervención quirúrgica a nuestras finanzas. El presidente no lo sabe y probablemente no lo sabrá hasta diez minutos después de que lo sepa Ángela Merkel; pero aun así tuvo la gentileza de contestar a quienes se interesaban por el asunto. "Si alguna prioridad hay en este momento para crecer y crear empleo", dijo, "es la de reducir nuestro déficit público". Lo que es lo mismo que aclarar que ni sí, ni no, sino todo lo contrario.

Habrá quien interprete estas vaguedades como una confirmación del talante ambiguo y alejado de la contundencia que caracteriza la personalidad de Rajoy: un político del que lo único que se sabe es que no se sabe. De los gallegos suele decirse que nunca está uno seguro de si suben o bajan la escalera, pero el caso de Rajoy es todavía más complejo. En realidad, lo lógico sería encontrárselo sentado en el rellano y fumándose un puro, como corresponde a la flema -gallega o tal vez británica- que sus copiosísimos adversarios prefieren confundir con la pachorra. Esa fama de incierto Hamlet de Pontevedra, siempre dubitativo entre el hacer y el no hacer, se compadece poco en realidad con la trayectoria de un presidente que, antes de serlo, desempeñó casi todos los cargos ministeriales que en España existen. Fue el, un suponer, quien dio la cara por el Gobierno -con riesgo cierto de que se la partieran- en el pringoso asunto de los hilillos del Prestige.

Gafado una vez más por las circunstancias, Rajoy ha de enfrentarse ahora a una crisis en la que el presidente propone, Merkel dispone y finalmente son otras altas instancias de poder las que todo lo descomponen. De ahí que la otra noche solo se atreviese a asegurar -sin mucha convicción- que no va a bajarles la paga a los jubilados. Pocos le creyeron, naturalmente; pero al menos lo dijo. A diferencia de los ciudadanos consultados en los sondeos, Rajoy no sabe lo que va a pasar; pero en la duda, contesta.

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