Quizá porque gasta barba blanca como la de Melchor, a Mariano Rajoy le llueven últimamente ruegos que solo podría atender un rey mago. Los bancos y los gerifaltes españoles de la Unión Europea, un suponer, lo azuzan para que pida cuanto antes el rescate de España, y su colega Artur Mas, por no ser menos, le exige la independencia de Cataluña. Será por pedir.

Rajoy no dice que sí ni que no, sino todo lo contrario. A los que ya les tarda el rescate financiero del país los invita a esperar por si no hiciese falta pedirlo; y más o menos eso mismo es lo que acaba de sugerirle al presidente de Cataluña. El primer ministro español -y mayormente, gallego- ha enfriado los ardores de Mas sin más que recordarle que no hay un duro en caja: obstáculo insalvable que obliga a aplazar no ya la independencia, sino el mero amejoramiento de la financiación de su reino autónomo.

"Me he encontrado con un dique", confesó algo mohíno el mandamás de la Generalitat tras su entrevista con un Rajoy al que, paradójicamente, muchos de sus correligionarios de partido tienen por blando. Son los que acaso desearían resolver este y cualquier otro problema en dos patadas, metiendo los tanques en la avenida Diagonal o declarando el estado de excepción (si es que eso aún existe).

Alejado por su carácter de tan peligrosas simplezas, Rajoy parece compartir con su paisano Camilo José Cela la idea de que el que resiste, gana. Frente a demandas maximalistas como la que supondría la secesión de uno de los más importantes territorios de España, el presidente opone la virtud de la paciencia que para los budistas es un signo de la fortaleza de talante.

Gracias a esa calma, tan oriental, el occidental Rajoy ha conseguido trasponerle a Mas el problema con el que su interlocutor pretendía jugar a la carta más alta. El presidente catalán se había situado al rebufo de la manifestación que reunió a cientos de miles de ciudadanos en Barcelona para tratar de forzarle la mano al Gobierno español. La estrategia, basada en el momento y la oportunidad, no parecería desacertada de no ocurrir que las manifestaciones son actos de orden más bien emocional que no siempre guardan relación con la silenciosa práctica del voto.

El que ahora tiene un problema es Mas, como en su día lo tuvo el vasco Ibarretxe con el plan de su apellido que buscaba -algo más sutilmente- la independencia de Euskadi a medio plazo. La realidad, tan fastidiosa, acabó por chocar con el proyecto del lehendakari, que a pesar de su mucho ruido inicial, fue diluyéndose poco a poco en los titulares de la prensa.

Algo parecido podría ocurrirle ahora al presidente de Cataluña con el juego político de las siete y media en el que acaba de embarcarse. Apostar de golpe a la carta mayor -que es la de la independencia- trae consigo los riesgos de ese juego vil sobre los que ya alertaba Don Mendo: "O te pasas o no llegas. No llegar es un dolor, pero ¡ay de ti si te pasas!: si te pasas es peor".

Ajeno a esas consideraciones, Artur Mas ha preferido acogerse a la máxima -ya un tanto oxidada- de aquel Mayo del 68 que invitaba a ser realistas y pedir lo imposible. Lo malo es que ha ido a planteársela a Rajoy: un calmoso registrador de la propiedad que por su propia naturaleza es poco amigo de algarabías y juegos de naipe. Habrá que estar atentos a la próxima jugada.

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