Por si no ha quedado claro: la sentencia del caso Prestige firmada por el juez Pía no me ha gustado; pero tampoco me ha sorprendido. Y por seguir aclarando: uno no esperaba otra cosa después de lo que ha sido el desfile de prima donna -y que me perdonen las verdaderas- que han utilizado la pasarela del juicio para cantar las excelencias de sus conocimientos técnicos para obviar cualquier otra vinculación al accidente del monocasco destinado a chatarra y que, finalmente, acabó a 4.000 metros de profundidad en el Atlántico gallego (o casi).

Desde el "no me consta" al "no recuerdo", de todo se ha escuchado en esos largos y tediosos más de ocho meses de palabrería fútil, juego en el que no solo han entrado los testigos e imputados sino también muchos de los abundantes abogados presentes en la sala. Ni siquiera se puede echar mano del panfletario verbo florido que pudiera ocultar el desconocimiento o el intentar bordear la mentira sin caer directamente en esta (por lo que pudiera sobrevenir a quien tal cometiera).

Han sido once años, demasiados, para que ahora su Señoría intentase siquiera llamar a las puertas del recuerdo de aquellos que, una vez registrado el accidente y premiada su entrega a la causa con puestos de relumbrón, difícilmente iban a dar marcha atrás, empezando por el director general de la Marina Mercante de entonces y finalizando en el delegado del Gobierno que, a pesar de todo, sigue viendo enemigos en todas partes. Otros han optado por su retiro espiritual y dorado en instituciones y organismos que pagan buenos sueldos y en los que se regodean pensando en que, efectivamente, su labor en la catástrofe del Prestige fue encomiable porque pudo haber sido peor.

La de Juan Luis Pía ha sido una sentencia para no contentar a nadie, si bien ha dejado satisfechos a muchos. No cierra puertas a los recursos, pero tampoco las abre de par en par habida cuenta de que no todos los perjudicados por la inmensa e intensa marea negra del Prestige tienen ahora capacidad suficiente para plantear un recurso, pagar más y esperar vaya usted a saber cuántos años hasta que se sustancie una nueva sentencia que, a la vista de cómo el sistema permite actuar, muy poco o nada podría diferir de la que se está estudiando desde mediados de semana.

Un tipo de sentencia, en fin, que ha soliviantado a miles de voluntarios que lucharon en Galicia y el Cantábrico contra el chapapote, pero también a los gobiernos -curiosamente también al de la Xunta- de los Estados directa o indirectamente afectados por ese mar viscoso que traía rolos de fuel a unas playas cuya supervivencia ni siquiera se explica uno después de tanta mierda de hidrocarburo acumulada en la, de nuevo, límpida arena que fue, hace once años, "esplendente" para un ministro que hoy ya no es tanto y al que un diputado catalán ha enseñado una sandalia cual peregrino a La Meca que rechaza aquello que no le gusta.

Un tipo de sentencia que bien podría no haber gustado siquiera a quien se ha visto forzado -por carecer de evidencias, por lo que sea- a emitirla así, en plan desleixo y petando pouquiño, no vaya a ser que el argueiro del corral huela a algo más que a purines de políticos con mando en plaza, que algunos hay todavía. Galicia no está satisfecha con la tal sentencia. Muchos gallegos creían que era posible otra. Quizás más justa, más adecuada a lo que fue aquella catástrofe (que algunos pidieron se repitiera para poder seguir cobrando "por el morro, mientras otros venían con su cartera bajo el brazo pregonando que "os cartiños xa están aquí").

Una sentencia, en definitiva, que cada cual interpreta a su leal saber y entender, pero que no satisface más que a aquellos que se temían lo peor, llámese aseguradoras, compañía naviera, Gobierno, etc.

Se ha pagado lo que se ha pagado con el dinero de Juan Pueblo y éste calla y otorga porque, al menos en esta ocasión, el grito unánime de Nunca Máis no ha pasado de la plaza de Galicia, en A Coruña, donde en una mañana típica del otoño de esta ciudad, en juez Pía izó la bandera blanca cuando fuera, en la calle, pintaba negro.

Tal vez, más que una sentencia tipo, un tipo de sentencia.

Patada a seguir. Como en el rugby.