Muchos de los que hoy ven la mar desde tierra, muchos de los que han fondeado en las casas del mar o del marinero, de los que acuden a los antiguos mentireiros (lugares abrigados en los que calentar los huesos que se aterían en largas jornadas de pesca en cualquier lugar del mundo en el que siempre había gallegos) para contar sus cuitas, de los que abarloan y acoderan sus osamentas en las barras de los bares y tabernas, han optado por olvidarlo. Pero nuestro mar, nuestro sector de la pesca, al tiempo que ha dado fartura para algunos, también dio hambre para muchos que ahora no quieren recordarlo.

La Galicia marinera ha pasado hambre. O, cuando menos, ganas de comer aquello que solo podían alcanzar en fechas muy especiales. Fue cuando se pescaba para vivir y no para enriquecerse. Y en muchos pueblos de nuestra tierra se simultaneaba la pesca con la labranza y se manejaba del mismo modo el salabardo que el fouciño, la gamela que el carro o la carrola, se estibaba el toxo para que el carro no fuese dianteiro como se estibaban las cajas de sardina, de jurel, de bocarte o de aguja para que el barco no navegase escorado. Cuando había cajas, porque muchas veces lo que pescabas quedaba en lo que hoy es pomposamente denominado parque de pesca de los barcos. Una vez atracada la embarcación a la rampla o al pequeño muelle de piedra y madera aparecían aquellas cajas de madera con asas de cuerda en las que acarreabas a mano y hasta la lonja todo cuanto habías pescado.

Te llevabas, como marinero, el changüí o la chona, y cada semana cobrabas tu parte, el patrón dos y media partes y el armador su parte y la parte del barco.

Como marinero llevabas un poco de comida -aquello que pudieras fondear en la fiambrera que introducías en el caravel o cesto- y en este no faltaba, habitualmente, un poco de vino y unos grolos de aguardiente con los que combatir el insomnio o la fatiga de un día tan largo que se unía a la noche. Esta llegaba como quien ve venir la esperanza porque, entonces, la pesca era nocturna y el producto se vendía por la mañana, si bien otros muchos pescaban de día para vender en las primeras horas de la noche.

De aquel hambre o mal vivir, nacieron puertos hoy importantes en Galicia. Los que rigen los destinos de estos puertos y sus barcos no tienen puestas sus aspiraciones en trabajar para vivir, en pescar para ir tirando. Cada vez son más los coches de alta gama que esperan a sus propietarios en los chabolos de los tinglados portuarios. Y si el del vecino es bueno y caro, el tuyo ha de ser mejor. Y así, la pesca se ha ido embruteciendo y perdiendo sentido. Se pesca más, mucho más de lo que se debe. Y esto lo saben todos y cada uno de los que la practican. Se miente abiertamente -lo dicen muchos de los protagonistas de cada batalla pesquera- y se hace porque no hay cuota suficiente. Pero no se preguntan el por qué de esa restricción a machamartillo que, además de indebida por mal aplicada o distribuida, es consecuencia de pescar todo lo que se puede aún a sabiendas de que se está pescando lo propio y lo del compañero.

Hubo hambre, sí, en la práctica totalidad de los puertos gallegos. Hoy hay otras necesidades: el pago de seguros, nóminas, combustible, hipotecas y multas. Por todo ello hay que pescar más, pero no se pesca mejor.

Ciertamente, la Galicia marinera fue muy distinta y más solidaria. Tal vez más responsable ante la necesidad.