Rafael Martos es un artista de la supervivencia que ha superado la pérdida de la modernidad, la parodia y la autoparodia, el paso de las décadas y la polaridad entre Raphael, ayer, hoy y siempre y Maldito Raphael (los títulos son suyos). Dos hígados después, de joven a viejo con la cara aniñada, sobrevive como divo y como friki, en cine, en teatro, en single de vinilo, en archivo digital, en sonido Hi-Fi y en imagen H-D, junto a Carmen Polo, La Señora, o junto a Olvido Gara, Alaska, escrito por Manuel Alejandro y por Joaquín Sabina.

Sobre las tablas, tres horas solo en el teatro Compac de Madrid, en el Madison Square Garden de Nueva York, pone en pie a sus fans con gesto y voz, esos rasgos fundacionales que empezaron equilibrados, como vasos comunicantes de la comunicación raphaelina, y a los que el paso del tiempo ha convertido en elementos inversamente proporcionales: a menos fuelle, más histrionismo.

Como desde que existe YouTube ya no hace falta confiarse a la memoria (mala) o a la nostalgia (peor), busque las actuaciones de Raphael en los sesenta. No se ve persona más feliz de ser filmada, más segura al mirar al objetivo, con más cuidado en la vocalización, más atención en la gestualidad y más ensayo en la mímica. Viste como un crooner estadounidense, interpreta como un cantante francés, pero su sentimentalidad españolea. Raphael es la alta expresividad emocional en las letras de Manuel Alejandro y en su interpretación sin control.

(Manuel Alejandro, mitad del primer éxito raphaelino, compositor en las dos orillas, es el actualizador de la sentimentalidad felina de Rafael de León, del amor como patología y, él solo, todo un canal latino que ha escrito para Julio Iglesias, José Luis Rodríguez, El Puma, Nino Bravo, Luis Miguel, Rocío Jurado... De Raphael a Falete, es autor de Yo soy aquél, Qué sabe nadie, Como yo te amo, En carne viva, Estar enamorado, Yo soy rebelde, Dueño de nada, Lo mejor de tu vida, Señora. Cuántas canciones enfadadas, cuánto a pecho y cuánto despecho).

Raphael nació al éxito en la Navidad de 1965 cantando en la televisión única El pequeño tamborilero y eso inició el más ardoroso fenómeno fan de la década. Tres años antes cantaba en cabarets y fracasaba con su gira. Dos años antes se le resistía el éxito en los discos. Un año antes le espantó verse en TVE. Después, todo cambio.

Eurovisión lo sacó de España y le cubrió de patriotismo. Entre los cero points del Qué bueno, qué bueno de Conchita Bautista en 1965 y la victoria de Massiel y su La, la, la en 1968, Raphael quedó séptimo con Yo soy aquel y sexto con Hablemos del amor. En YouTube esas actuaciones muestran en esplendor a Rafael Martos, que, además, estrenaba una película al año, unos melodramas en los que el buen chico vivía el triunfo como un tormento y sólo encontraba consuelo en el amor.

Aunque en los sesenta todo duraba mucho, la multiplicación de la oferta musical alcanzó revoluciones de centrifugado de lavadora superautomática. Lo pop se sostenía sobre dos palabras: joven y moderno. Para finales de la década, Raphael era joven y había dejado de ser moderno, categoría en la que siempre había estado en la franja más conservadora. Cuando marcaban la corriente internacional los Beatles y Bob Dylan, Raphael era un solista entre conjuntos (Brincos y Bravos) y un intérprete entre nacientes cantautores. (Aunque parezca increíble, Serrat fue promocionado como alternativa y como rival de Raphael. Tuvo fans, hizo películas, le sucedió en Eurovisión, aunque al fin no actuara. En TVE, Raphael fue el preferido y Serrat, el vetado. Serrat acabó siendo la alternativa territorial, estética e ideológica).

Raphael en televisión era para toda la familia: gustaba a las hijas, a las madres y a la abuela. Era el artista preferido de Carmen Polo de Franco y cerraba la gala benéfica de la campaña de Navidad en el teatro Calderón. La foto del palco engalanado por el mantón de Manila donde La Señora sonreía a todo diente ante el gesticulante cantor le ganó tirrias y adhesiones inquebrantables.

En 1967, tras su primer viaje a América, suramericanizó su repertorio e internacionalizó sus galas. Después de años de críticas a su amaneramiento y de sospechas sobre su soltería, en tiempo de ruda homofobia, se casó con la aristócrata Natalia Figueroa en una boda veneciana a la que asistieron, entre otros rostros conocidos, el humorista Mingote y el académico José María Pemán.

Los setenta revolvieron la música con desapariciones, decadencias y bruscos cambios de estilo. Raphael no fue ajeno a eso ni a la irrupción de Julio Iglesias. A partir de 1975, en España, el robabombillas, término que se el acuñó para ridicularizarse de sus excesos mímicos, fue víctima de todo imitador televisivo y sufrió la competencia de los jóvenes melódicos cardados que cantaban temas al amor.

Los ochenta rescataron a los pioneros del pop por la confirmación de que, pasados veinte años, se puede volver a vender lo mismo. Regresaron el Dúo Dinámico, Adamo y Raphael, ayer, hoy y siempre, proclamación e hiperventas con el que salió de su refugio de la derecha sociológica, esa mezcla de burguesía rubia y pueblo llano, que le seguía en los teatros de Madrid y las páginas de ¡Hola!. Los ochenta y noventa van de Qué sabe nadie a Escándalo, variaciones de su temperamental mundo por montera, de cantarle al desdén no se sabe a quién.

La revisión bizarra (entendida como extravagante) del pasado pop encontró oro en la obra y los modales de Raphael y su Aquarius del musical Hair, en el que Age of Aquarius es pronunciado como Ey, chof, aicuerios fue gracioso y cayó en gracia.

A Raphael por la risa también le valió a Raphael, cuyo ego aguanta todo -menos el silencio y el olvido- y cuya astucia le ha hecho grabar -para conmemorar sus bodas de oro sobre los escenarios- con amigos y enemigos, rivales y competidores, una espectacular lista artística que le lleva a otros públicos de otros tiempos de los lugares que frecuenta.

Raphael, artista de la supervivencia, cumplirá su voluntad de morir en activo.