El problema no es que Martiño Noriega vaya o no a la ofrenda al Apóstol. El problema está en que un Estado aconfesional se implique en un acto religioso. Porque la ofrenda al Apóstol, en Santiago, o la Función del Voto, en A Coruña, son actos religiosos heredados de Estados confesionales donde el poder civil, ofrece, se postra, reza e implora en ceremonias religiosas solo católicas, como hicieron el Rey y Feijóo en tanto que representado y representante. Es decir, el Estado hizo profesión de fe y de adhesión formal a una creencia determinada. Y esto es lo que repugna a un Estado aconfesional que ni reza ni puede rezar, ni ofrece ni puede ofrecer nada a Dios o a santo patrono alguno. Quizá la jerarquía católica quiera conservar tradiciones confesionales y añore otros tiempos, pero el Estado hoy es aconfesional, y como tal, ha de estar ausente de toda implicación religiosa. Estoy segura de que si el obispo invita a al alcalde de Santiago a una ceremonia o conmemoración determinada y propia, Martiño Noriega no tendría inconveniente en asistir como asistiría a cualquier celebración de cualquier otra confesión religiosa en calidad de invitado, igual que un no creyente sencillamente asiste al funeral de su amigo creyente. Lo que no hizo el alcalde de Santiago fue representar al Estado participando de un acto confesional, es decir, confesando la adhesión del Estado a la religión católica, como si ésta fuera la religión del Estado, lo que contradice a la Constitución. Feijoo sí lo hizo e incluso se permitió criticar, un tanto ladinamente, la ausencia del alcalde de Santiago con la insidia de que presuntamente el edil compostelano se negaría al honor de representar a Galicia y a España. Feijóo, el Rey y casi todos los gobernantes que en esta democracia han sido, actuaron como representantes de un Estado confesional y, por tanto, han vulnerado la letra y el espíritu de la Constitución que tanto cacarean. Por eso hace muy bien Martiño Noriega en negarse a la farsa y al dislate confesional, seguro que en perfecto acuerdo con muchos católicos que, precisamente en nombre de la libertad religiosa y del respeto a todas las creencias, apuestan por la laicidad del Estado.