La grandeza del arte estriba en que no hay una sola forma de interpretar las obras. En la música, cada artista aporta a la partitura su propia manera de verla. Y, siempre que se respeten las intenciones del autor, explícitas en los pentagramas, las distintas versiones son válidas y enriquecedoras. El concierto del pasado martes es un caso paradigmático. Yago Domínguez propuso una delicadísima versión del concierto de Elgar, utilizando gradaciones dinámicas muy controladas. Así, resultó una encantadora y refinada versión de este precioso concierto. Trigueros moderó con acierto los volúmenes de la orquesta cuando se producía la simultaneidad entre agrupación instrumental y solista con objerto de no ahogar a éste; en cambio, permitió desmesuras sonoras en los pasajes en que la orquesta tocaba sola; con ello, se produjeron contrastes demasiado violentos y, en parte se desnaturalizó una versión sutil y elegante. La Zarabanda, de la Suite nº 3 para violonchelo solo, de Bach, ofrecida como bis, pareció menos madura que el concierto de Elgar. Caso diferente fue el de Alejandro Rodríguez, que abordó el concierto de Dvorak con mayor potencia sonora y una clara decisión de competir con una orquesta del calibre de la Sinfónica de Galicia. Versión más poderosa e intensa que la de su compañero; pero igualmente válida; diferente visión de otro precioso concierto. En este caso, el balance sonoro resultó más equilibrado, aunque la orquesta estuvo a veces un poco por encima de los decibelios ideales.También Alejandro ofreció un bis; en este caso, una endiablada partitura que un magnífico violonchelista que tenía a mi lado creyó identificar con alguna obra de Giovanni Sollima, compositor y violonchelista italiano contemporáneo. El martes hubo en A Coruña, al menos, tres conciertos casi simultáneos. Esta ciudad, tan musical, obliga a elegir. Y no suele ser fácil.