Marlene (nombre ficticio) tiene motivos de sobra para temer al contagio. Su preocupación principal no es, no obstante, la relativa a su salud: es joven, sin patologías, y, asegura, no ha cogido un cigarro en su vida. Si Marlene teme más que nada a la PCR positiva es porque sabe que no puede permitirse guardar una cuarentena de 14 días que le impida salir a trabajar. Sabe que, para ella, mujer inmigrante sin red de apoyo familiar, con los papeles a medio tramitar y, por ende, sin derecho a ayudas, no trabajar supone no comer.

Marlene, cuidadora y trabajadora del hogar, tiene varios empleadores. Reparte las horas de luz en la limpieza de varias casas en la ciudad y, caída la noche, cuida ancianos a los que acompaña hasta el día siguiente. Todo ello, cobrado en B. "No quieren hacerme contrato o darme de alta. Si yo me niego a trabajar en esas condiciones, contratarán a otra que lo necesite", lamenta ella. Un ciclo de precariedad que se cronifica en los sectores más humildes de la sociedad, a los que aplasta el peso del sistema y deja sin más opción que elegir, en ocasiones, entre la exposición al virus y el hambre. "Si me tengo que confinar, no como", simplifica ella.

Son los invisibles del sistema. Trabajadoras domésticas, cuidadoras, vendedores ambulantes, manteros. La economía sumergida escapa a los supuestos planteados en los planes de choque económicos salidos de los despachos. La crisis sanitaria ha destapado la realidad precaria que se vive en muchos hogares del estado y que no es ajena, tampoco, a los barrios coruñeses de rentas más bajas, en los que las cifras de contagio han dejado su huella más profunda. Marlene, residente en la Sagrada Familia, no puede extremar más las precauciones. El ocio es un privilegio que no puede ni quiere permitirse. "De las casas a la mía, todos los días. No me puedo arriesgar", advierte.

Un problema que empezó a manifestarse durante el confinamiento, y que ya entonces presentaba pocos visos de solución sencilla. "Durante la crisis se acercó un perfil concreto de personas que trabajaban en la economía informal. Hacían chapucillas y nunca estuvieron dados de alta, por lo que no tenían acceso al paro, o eran empleadas domésticas que estaban dadas de alta una o dos horas. Gente que vivía al día", confirma Clara Tello, directora de Inclusión y Empleo de Cruz Roja en A Coruña.

Es este, a juicio de los profesionales de la entidad, el principal elemento diferenciador entre la crisis del 2008 y esta: mientras que en la primera, la economía informal salvó de la precariedad a muchos hogares, en la crisis del coronavirus son precisamente estos los que más sufren sus consecuencias. "En 2008, la economía informal permitió subsistir a mucha gente, ahora no se puede. En el Plan de Empleo tenemos ese perfil de gente que quiere mejorar su situación laboral porque tienen un trabajo informal no deseado", alega Clara Tello.

Cuando no hay soluciones en la administración para las realidades no previstas, son las instituciones sin ánimo de lucro las encargadas de tapar los agujeros. En Cáritas lo confirman: las realidades como la de Marlene se agolpan frecuentemente ante sus puertas desde el inicio de la pandemia, y siguen patrones tristemente comunes: de nuevo, las más perjudicadas son las familias acostumbradas a hacer malabares con la economía doméstica, para las que la llegada del virus supuso un revulsivo totalmente inesperado.

"Son familias que han perdido el trabajo en los últimos meses, de forma total o en situaciones de ERTE, dedicadas a la economía sumergida, que ya no disponían de una economía muy estable con trabajos precarios que se ve agravada por la nueva situación", confirman los técnicos de Atención Primaria de la entidad. Un perfil que completan las familias inmigrantes, mayoritarias de Venezuela, Perú y Colombia, llegadas entre enero y febrero y a quienes no dio tiempo a regularizar su situación ante el estallido de la pandemia, por lo que sus opciones de acceso a un empleo con contrato, cotización y sueldo más o menos fijo son totalmente nulas. O en negro, o nada. "Durante el confinamiento, seguí yendo a algunas casas. A otras no. Tenía algunos ahorros, pero ahora ya no me queda nada", asegura Marlene.

Las familias monoparentales, mayoritariamente compuestas por mujeres jóvenes con hijos, empleadas en el servicio doméstico, son otra constante en los servicios de Atención Primaria. "Suelen no contar con apoyo de familia extensa y verse solas ante la pérdida de empleo y la dificultad o riesgo de con quién dejar al menor", concluyen desde Cáritas. Desde la entidad aprecian, además, otra tendencia que empieza a hacer sonar todas las alarmas: cada vez son más quienes buscan ayuda por primera vez. "Damos un mayor apoyo de asesoramiento sobre recursos a familias que nunca se habían visto en la necesidad, que desconocían los recursos a los que podían tener derecho", confirman.

La venta ambulante, en picado

Otro de los sectores cuya supervivencia ha sufrido el revés de las circunstancias ha sido el de la venta ambulante, sector en el que los ingresos, lejos de alcanzar para una vida holgada antes del confinamiento, no han dejado de caer en picado desde el inicio de la pandemia. El colectivo mantero de la ciudad, que ya se enfrentó en marzo a la tesitura de tener que encerrarse en casa de un día para otro sin más posibilidades que las que podían ofrecerles los servicios sociales o la solidaridad de sus vecinos, afronta, en la nueva normalidad, sus horas más bajas.

"Lo estamos pasando muy, muy mal", comenta uno de ellos. Es una afirmación sin paliativos a cuya contundencia no se le pueden dar muchas vueltas. Si era poco lo que vendían antes, ahora es casi nada. "Hay días que no podemos ni comer, la gente no compra nada", asegura. Achacan la caída de las ventas al miedo de la gente y al árido panorama económico que ha dejado tras de sí una crisis que está lejos de acabar. "La gente no tiene trabajo, el problema lo tenemos todos", admite.

En la asociación Ecodesarrollo Gaia, que trabaja codo con codo con el colectivo, corroboran la visión. "Era una economía con pocos ajustes ya antes, si vendes algo compras comida ese día. El problema es que hay que pagar el alquiler y la luz, y, además, mandar dinero a sus familias, que es para lo que están aquí", concluye Guillermo Fernández Obanza, miembro de la asociación.

Durante el confinamiento, una serie de colectas puestas en marcha por esta y otras asociaciones sirvieron para cubrir algunas de las necesidades más básicas. En los tiempos que corren, esta no es, ni mucho menos, la solución ideal a largo plazo. Guillermo Fernández Obanza propone la suya propia, que pasa por dotar de formación a los integrantes del colectivo para que puedan salir de la rueda de la venta ambulante e integrarse en otros oficios que impidan que la precariedad se asiente. "Cada uno de ellos tiene un proyecto en la cabeza, hay quien quiere estudiar cosas relacionadas con el automóvil, la reparación, la electricidad o la agricultura. La formación es esencial para poder acceder a algo más", asegura Obanza.