Tribuna
Evocación de Manuel Ferrol, fotógrafo (1923-2003)
Pedro Feal
Un día de finales del siglo pasado me encontré en la plaza de San Nicolás, frente a su estudio, al fotógrafo Manuel Ferrol, que me conocía desde niño, y me dijo que tenía varios negativos de fotos antiguas que quería entregar. Entre ellos figuraba el de un retrato mío con ocho años en blanco y negro, en el que salgo mirando a cámara muy serio, vestido con corbata y con un chaleco de cuadros que me había enviado mi tía desde Norteamérica. Naturalmente, lo recogí y lo revelé por mi cuenta; aún lo conservo como oro en paño.
Sondeando en el imaginario de mi infancia, alcanzo a evocar el estudio de Manuel rodeado de un aura mágica, casi de misterio. Estaba situado, si no recuerdo mal, en la primera planta de una casa modernista a la que se accedía por un enorme portal, sobre el que destacaba una cariátide de grandes ojos que me sobrecogía un poco. Tras subir una escalinata un tanto oscura, se llegaba al piso, al que se debía acceder por un recibidor o sala de espera y en el que había un salón con un fondo blanco y uno o dos grandes focos luminosos, donde se hacían las fotos.
Manuel te invitaba a sentarte en una silla y a posar, mientras él llevaba a cabo su trabajo con calma y pundonor; no vivíamos aún en un mundo de prisas y automatismos como el actual. Creo que trataba de obtener la mejor toma, no solo desde un punto de vista técnico o funcional, sino también estético y humano. Y así, con sabiduría, tiempo y humanismo, es como pienso ahora que lograba aprehender en la imagen algo más que un rostro fijo: tal vez aquel alma o espíritu que los indios de Norteamérica temían que les robasen, precisamente, al fotografiarles; en otras palabras: la personalidad o esencia de cada uno. Aunque Manuel por supuesto no la robaba, sino que la captaba con su cámara y la ponía de manifiesto —nunca mejor dicho— revelándola.
Para nosotros él era por entonces, simplemente Manuel, nuestro fotógrafo de cabecera, además de una persona entrañable a la que conocíamos desde mucho tiempo atrás. No sabíamos todavía las dimensiones que habría de alcanzar, andando el tiempo, la importancia de su obra, que ha sido exhibida en exposiciones internacionales y de la que figuran varias piezas en el Museo Nacional Reina Sofía de Madrid. El reconocimiento general, incluso mundial, le llegó ya con una edad avanzada, pero al menos pudo disfrutar de él durante unos años. Paradójicamente, la autoría de la foto que le ha hecho más famoso, la del padre y el hijo que lloran juntos, entrelazados, al despedirse en el puerto coruñés —la que se ha convertido en icono y símbolo de la emigración— permaneció en el anonimato durante décadas, junto con el resto de las que realizó en el mismo reportaje.
Hace apenas dos meses que se cumplieron cien años justos de su nacimiento, en el Faro Vilán, el 28 de diciembre de 1923. Y este 27 de febrero se cumplen ya veintiuno de que nos dejó. Buena ocasión para recordarle, y para homenajearle, si fuera posible, con una exposición antológica de su extensa obra fotográfica, idealmente en ese mismo puerto de A Coruña donde, sin afán de protagonismo pero con tanta pericia como humanidad, supo captar y expresar para siempre el desgarramiento de los emigrantes al partir.
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