Después de dos semanas sin Liga, hay que decir que hay vida más allá de la Liga. La selección inglesa y la selección suiza nos enseñaron (o más bien nos recordaron) un par de cosas que tienen que ver con el "fútbol es fútbol", ese mantra al que todos (gracias a Boskov) recurrimos cuando queremos explicar qué demonios es eso del balompié. Nada está escrito. Todo fluye. Los ingleses estaban hundidos y, sin embargo, cambiaron su destino y despacharon a los croatas y, de rebote, a la selección española (o lo que queda de ella). Parecía que a los suizos se les paraba el reloj de cuco en su partido con la Bélgica del gran Hazard y, de repente, su juego fluyó hasta el desbordamiento de goles. "Para ciertos hombres, nada está escrito si ellos no lo escriben", dice T. E. Lawrence (Peter O´Toole) en la película Lawrence de Arabia. "Todo fluye", decía el filósofo presocrático Heráclito de Éfeso. La selección inglesa entendió a Lawrence de Arabia y escribió su propio destino, y la selección suiza comprendió a Heráclito de Éfeso y, a pesar de que iba perdiendo el partido 0-2, dejó claro a los belgas y al mundo que es imposible bañarse dos veces en el mismo río.

Que el fútbol nos obligue a repensar a Lawrence y a Heráclito es parte de su redención. Al filósofo Jenófanes de Colofón no le parecía justo que un hábil púgil o un valiente atleta en el pentatlón recibieran más honores y riquezas que quien enseña sabiduría, porque la sabiduría vale más que la fuerza física y la velocidad de piernas. Sin duda, no es justo que el hábil delantero inglés Harry Kane y el valiente delantero suizo Seferovic se lleven más titulares y muchísimo más dinero que quien enseña sabiduría en una Facultad de Medicina o en un taller mecánico, pero también podríamos discutir si es justo que un hábil cocinero o un valiente concursante de Operación triunfo reciban más honores y riquezas que un conductor de autobús. Sostener que la sabiduría vale más que la fuerza física o la velocidad de piernas tiene sentido mientras no le demos muchas vueltas a lo que significa ser sabio. ¿No disfrutamos todos con los alegres jugadores de la NBA? ¿Acaso no admirábamos todos la inigualable gracia y potencia de Usain Bolt en sus carreras olímpicas? Por supuesto que nuestros investigadores, poetas e ingenieros merecen más reconocimiento y dinero. Pero esa injusticia no debería hacernos olvidar que partidos como el Inglaterra-Croacia o el Suiza-Bélgica también son, como una elegante hipótesis física, un poema de Ángel González o el puente de Brooklyn, la sal de la vida.

Los goles de Kane y de Seferovic tienen más mérito que el hecho de poner la pierna y rematar balones porque, como sabemos todos los que hemos jugado alguna vez al fútbol, no es fácil hacer que el cuerpo esté en el lugar adecuado para que la pierna esté en el sitio preciso y rematar una jugada que, sin esa pierna, no sería más que un "¡uy!". Atacar al fútbol, como hacía Umberto Eco y como sin duda haría Jenófanes, despreciando la belleza y habilidad que encierra un buen partido y lamentando que el futbolista sea más famoso y gane más dinero que el sabio, no es justo. Un deporte que nos obliga a citar a Lawrence de Arabia y a Heráclito de Éfeso, que nos permite reflexionar sobre el destino y el continuo fluir de las cosas, que nos enseña que el arte es largo pero la vida es breve (que se lo pregunten a la selección de Alemania o de Francia) y que, a diferencia de la sabiduría en general y de la física, la poesía o la ingeniería en particular, permite que todos nos sintamos expertos en la materia futbolística, merece un poco de respeto. La vida, querido Jenófanes, sería un poco más sosa sin hábiles delanteros y valientes equipos que no se rinden ante eso que algunos llaman destino y luchan para no ahogarse en el mismo río de siempre.