El 200 libres es una prueba de cuatro largos en la que nadan ocho finalistas y siempre gana Federica Pellegrini. La nadadora italiana tenía dos años cuando Gary Lineker, en el Mundial de 1990 que se celebró precisamente en su país, acuñó su célebre frase sobre el fútbol „"es un juego de once contra once en el que siempre gana Alemania"„. Casi tres décadas después, y aplicada a la natación, le viene al dedillo a la de Mirano. Porque desde 2005 ha estado en todos los podios mundiales de la distancia. Dieciséis años en la elite, al pie del cañón, con sus altos y sus bajos, viendo pasar generación tras generación, pasando de ser la más joven a la más veterana, resistiendo cuando otras tiraban la toalla y se quemaban. Ocho medallas. Cuatro de oro. La última, en Gwangju, ya a punto de cumplir los 31 y como la mejor forma de cerrar su relación con los Mundiales. Ha dicho que es el último que nada y suena a despedida después de Tokio. Precisamente los Juegos son su gran asignatura pendiente con únicamente dos podios: la plata en Atenas 2004, su carta de presentación ante el mundo con 15 años, y el oro en Pekín 2008. Londres 2012 supuso una crisis personal para ella de la que se reinventó y volvió para ser cuarta en Río 2016.

Lo suyo es algo único en la historia. Una leyenda. Cierto que se le cayeron algunas rivales de relumbrón como Katie Ledecky, que renunció por una enfermedad. Pero ya había batido a la estadounidense dos años antes en Budapest, la primera y única capaz de hacer desde 2012 hasta Ariarne Titmus, también en Corea, en los 400. Superó a la propia australiana, que se quedó con la plata, y a la sueca Sarah Sjostrom, que incluso tuvo que ser atendida por los sanitarios por el esfuerzo de la prueba. A las dos las batió en el último largo, en el que todas saben que les va a pasar si no llegan con la ventaja suficiente, pero no pueden hacer nada para impedirlo. De paso, hizo su mejor tiempo en bañador textil ya que su récord del mundo todavía es de la era del poliuretano (2009).

Este podría haber sido el gran momento del campeonato, del año, si no sucediera en la piscina una nueva bestialidad. Raro que coincidan dos momentos como este en una misma competición, todavía más cuando ocurren en la misma jornada y con menos de una hora de diferencia. Pellegrini había dejado sin palabras y va Kristof Milak, se tira a la piscina y bate el récord del mundo de 200 mariposa de un tal Michael Phelps. No era un desconocido el húngaro, el gran favorito y una estrella desde su etapa júnior. Y tampoco es que no hubiese avisado. En el Europeo del año pasado nadó 150 metros en los parciales de la bestia americana. Solo cedió en los últimos 50. Ayer, lanzado por un Chad le Clos que decidió jugársela dados sus problemas físicos, llegó hasta donde ya lo había hecho hace un año y a diferencia de 2018, apretó. Llevaba medio cuerpo por delante de la línea del récord. 1.50.73. Lo rebajó en ocho décimas, casi un segundo. Era 1.51.51, de 2009 y para más mérito, de Phelps enfundado en el poliuretano. Ni el de Baltimore había podido nadar más rápido desde entonces. Milak en realidad iba a por la plusmarca continental de su compatriota Laszlo Cseh y se llevó el premio gordo. Y tan gordo.