El calendario ciclista vivió este fin de semana su última gran cita: el Giro de Lombardia. La llaman "la carrera de las flores muertas", la forma que este deporte tiene de saludar la llegada del otoño. Esta edición tuvo una especial carga emocional al disputarse como homenaje a la figura de Felice Gimondi, ganador dos veces de esta prueba, uno de los gigantes de la historia del ciclismo italiano, que falleció en el mes de julio tras sufrir un infarto.

Cuando el sacerdote de Sedrina preguntó a Angela y Moses Gimondi qué nombre habían elegido para su hijo no tuvieron ninguna duda: se llamaría Felice. En 1942, en plena Segunda Guerra Mundial y con el país hundido en la depresión, la joven pareja estaba convencida de que aquel niño traería a su casa la felicidad plena y extendería la alegría por toda la comarca de Bérgamo. No imaginaban aquellos orgullosos y optimistas padres hasta qué punto iban a tener razón.

Angela era puro entusiasmo. En su hogar, con su familia, con los vecinos, en su trabajo. Se dedicaba a llevar el correo. Lo hacía en una vieja bicicleta que movía con destreza y con la que además de cartas repartía amistad, conversación, pasión y vida. Al pequeño Felice le entusiasmaba ver a su madre realizar casi a diario aquella función. Tanto le gustó que no tardó en convertirse en su ayudante para los tramos más empinados y en cuanto pudo, pocos años después, aparcó los estudios para unirse al departamento de correos de Sedrina. La bicicleta, aquella sensación con el viento en la cara, el esfuerzo en las cuestas, le proporcionaban un placer único. En ningún lugar era tan feliz como pedaleando.o.

Responsabilidad

La Unión Deportiva Sedrianese, un modesto club de la zona, ofrecía a muchos jóvenes de su entorno la posibilidad de convertir su amor por la bicicleta en una actividad deportiva y, con suerte, en un futuro esperanzador. Felice no pierde la ocasión de unirse a la escuadra y en poco tiempo se convierte en una de las jóvenes promesas del ciclismo italiano. Los técnicos no tardan en llevarle a correr a Francia donde en 1964 se impone en el Tour del Porvenir. Ese triunfo le abre las puertas del Salvarini, su salto a las grandes escuadras del pelotón internacional. Allí la idea es que Vittorio Adorni extienda su manto protector sobre él, que aprenda al lado de uno de los grandes ciclistas del momento, que evolucione sin prisas ni exigencias desproporcionadas. Pero en su primer Tour de Francia Adorni tiene que retirarse por una caída. El joven Felice Gimondi, a sus 22 años, se siente responsable de un gran equipo, pero también libre para moverse. Y vuela. Nadie es capaz de sujetar su entusiasmo. Poulidor, convencido de estar ante una de las grandes oportunidades de su vida, cede en un inolvidable duelo bajo un calor de justicia en el Mont Ventoux. Italia enloquece con él. Desde la retirada de Fausto Coppi el país donde la bicicleta es una verdadera religión no había disfrutado de un corredor en condiciones de pelear por la victoria en un Tour de Francia y aquel piamontés de poco más de veinte años ya tenía una corona en la carrera más importante del mundo.

A su regreso de Francia Felice Gimondi decidió abandonar por fin su trabajo como cartero. Hasta ese momento había compaginado su oficio con el complicado calendario ciclista que debía cumplir. Pero por primera vez sentía que sus compromisos le impedirían cumplir con su obligación diaria. La decisión le causó cierto dolor. Habían sido muchos años subido a la bicicleta visitando a los vecinos, compartiendo con ellos saludos, conversaciones y amistad. Le habían visto crecer subido a la bicicleta en la que les traía cada día el correo. Felice Gimondi era un buen hombre convencido de que su trabajo le había hecho mejor. Pero había llegado el momento de hacer feliz a esa misma gente compitiendo con los mejores ciclistas del mundo.

Los siguientes años de Gimondi fueron magníficos. En tres años encadena Giro, Vuelta a España y Giro y se convierte en uno de esos pocos elegidos que han sido capaces de conquistar las tres grandes carreras por etapas. Pero a Felice le surge entonces un problema que no tiene solución. Se llama Eddy Merckx. El belga irrumpe a finales de los sesenta en el pelotón internacional como nadie lo había hecho antes. No es un ciclista al uso, es un depredador, un animal que domina en todos los terrenos, que no se guarda nada y que convierte en el aplastamiento su razón de ser. Merckx se lleva por delante la carrera de muchos corredores de su tiempo a los que reduce casi a la nada. Gimondi será uno de ellos. Su carrera, gigantesca, no llegará nunca a los niveles que se anunciaban cuando regresó a casa con su único Tour de Francia.

Coraje

Pero la grandeza de Gimondi, más allá de sus victorias, será su coraje para no hundirse ante la fiera llegada desde Bélgica. Nunca se resigna frente a Merckx. Pelea cada carrera, tiende emboscadas, ataca sin desmayo y pierde (casi siempre) después de haber entregado lo último que tiene dentro. Con el corredor belga mantiene una relación de respeto, incluso amistad. Todo surge en el Giro de 1969, el que Merckx perdió por culpa de un control antidopaje cuando era líder. Defendió su inocencia hasta el límite, pero la dirección de carrera fue inflexible. Su descalificación dejó el camino libre para que Felice sumase su segundo entorchado en la ronda italiana y en ciertos ambientes creció la leyenda de que un bidón contaminado había llegado a manos del belga para facilitar el triunfo del corredor local. Incluso la mafia fue relacionada con el episodio. Pero Gimondi, incapaz de no empatizar con el dolor de quien era su gran rival, renunció a llevar el maillot de líder en los siguientes días de carrera. Le multaron, pero aquel gesto le hizo ganarse el aprecio eterno de Merckx que siempre le señaló como uno de los grandes amigos que le había dado el ciclismo.

Gimondi encontraría en los últimos años de su carrera deportiva una pequeña compensación a tanto esfuerzo. Fue en el Mundial de Montjuic celebrado en 1973. Tras horas de dura batalla cuatro ciclistas enfilaron juntos los últimos kilómetros de la prueba: Freddy Maertens, Luis Ocaña, Eddy Merckx y Felice Gimondi. La llegada era exigente y los dos corredores belgas son los grandes favoritos por su mayor punta de velocidad, aunque el italiano también tenía buenos recursos en esa clase de finales. Llega el momento y los cuerpos, cansados, trasmiten todo el esfuerzo acumulado durante las horas anteriores en las que han intentado evitar ese desenlace. Aprietan los dientes, pero nadie lo hace como Gimondi que en los últimos veinte metros supera a Maertens para ganar su único Mundial y lograr „al margen del Giro de la descalificación„ la primera victoria de su vida en la carretera sobre Eddy Merckx que acaba cuarto, completamente fundido. Un triunfo que le compensó de tantas cosas y que guardó en su memoria como oro puro hasta el punto de que muchos años después, cuando sus dos hijas ya habían alcanzado la adolescencia, las llevó a ellas y a su mujer de viaje a Barcelona solo para que conociesen las calles y el lugar en el que había derrotado a su gran pesadilla.

Muchas veces en Italia se ha abusado del tópico sobre su condición de segundón por detrás del belga, pero fue Merckx quien mejor describió la magnitud de Gimondi. "Le he complicado la vida, lo sé. Pero parece que nadie tiene en cuenta cuánto me la ha complicado él a mí. Para derrotarlo tantas veces me he tenido que castigar el alma", dejó escrito El Caníval en el prólogo de un libro sobre Gimondi, que se retiraría a finales de los setenta tras sumar, de forma inesperada el triunfo en el Giro de 1979, su último gran episodio de una carrera. Hace dos meses, mientras se bañaba en Sicilia, el corazón de Gimondi se detuvo de golpe. Italia entera se echó a llorar por el héroe que se marchaba. Eddy Merckx no apareció en el funeral. Lo hizo unos días después, alejado de los focos, en su casa para abrazar a su viuda y a sus dos hijas. Como se despide uno de los amigos de verdad.