Enriqueta Queta Basilio nunca habría pasado a la historia del deporte por los registros o triunfos cosechados a lo largo de su modesta carrera atlética. Pero su relevancia alcanzó mucho más allá de las pistas hasta transformarse en uno de los grandes símbolos de la historia de los Juegos Olímpicos gracias a lo sucedido en 1968 cuando su imagen trascendió lo deportivo.

Pero esta historia arranca veinte años, en Mexicali en la Baja California, que es donde en 1948 nació Queta Basilio en el seno de una familia que se dedicaba a trabajar en las plantaciones de algodón. Su vigor y entusiasmo hizo que desde muy joven comenzase a practicar deportes pese a que en su casa no les hacía ninguna gracia aquella inclinación que consideraban "muy poco femenina". Los tabúes de la época se imponían en su caso. Primero probó con el baloncesto, pero tuvo que dejarlo al poco tiempo porque su madre llevaba muy mal que la pequeña de la casa llegase de entrenar con magulladuras, arañazos y pequeñas contusiones en el cuerpo. Y entonces se pasó al atletismo, deporte que ya tuvo mejor acogida en el hogar de los Basilio Otero. La desaparición del contacto era un factor determinante a ojos de su madre que dio el visto bueno a la nueva afición de Queta. El problema para ellos fue que la niña era mucho mejor de lo que podrían imaginar. No tardó en convertirse en una de las mejores atletas de su edad en la prueba de los 80 metros vallas y su progresión hizo que le llegase otra propuesta. Vladimir Pucio, un entrenador polaco que trabajaba para la Federación Mexicana de Atletismo, la vio correr y se empeñó en que abandonase su localidad y se concentrase en la capital con los mejores atletas del momento. En 1968 México organizaba los Juegos Olímpicos y las autoridades del país se empeñaron en que sus deportistas ofreciesen una buena imagen al mundo. Por ese motivo, durante los años anteriores fueron seleccionando lo mejor que había en el país para entrenarlos a conciencia de cara a la cita de otoño. Y Queta estaba en aquella lista que habían confeccionado los responsables del atletismo mexicano. Otra vez volvió el debate a su casa. Los padres no querían dejarla salir y se resistieron todo lo que pudieron. Pero la insistencia de la joven y de los técnicos de la federación fueron más convincentes y Queta se marchó a Ciudad de México para proclamarse campeona del país y conseguir la clasificación para los Juegos de 1968.

Pedro Ramírez Vázquez, un arquitecto de enorme reputación, había sido designado responsable de la organización de los Juegos Olímpicos solo dos años antes de su celebración. Y muchas cosas quedaban pendientes hacer. Por un lado en el terreno diplomático por los conflictos abiertos en diferentes lugares del mundo y por otro con el retraso en la construcción de buena parte de las instalaciones. Además, había un profundo movimiento interno en contra de los Juegos y que representaban los estudiantes que demandaban importantes cambios sociales al grito de "no queremos Juegos, queremos revolución". A México le llovieron las críticas y en algunos países se dijo que era incomprensible la decisión del COI de darle la organización a un país que estaba "sin desarrollar". Los responsables de los Juegos sabían que se jugaban mucho y que la imagen del país en el mundo dependería en gran medida de lo que ocurriese en aquellas dos semanas. Y a Ramírez Vázquez se le ocurrió una idea: que por primera vez en la historia fuese una mujer la que encendiese el pebetero. Pocas imágenes resultarían más impactantes en la opinión pública y simbolizaría mejor los intentos del país por modernizarse.

Ahora se trataba de buscar a la persona ideal para llevar a cabo aquella misión. Ramírez llamó a Eduardo Hay, director del Centro Olímpico Mexicano, el lugar en el que convivían los deportistas que iban a estar en los Juegos y le preguntó. Éste lo tuvo claro desde el principio. La juventud de Queta Basilio podía responder a la idea que trataba de transmitir el responsable de la organización. La llamó a la conclusión de un entrenamiento y le entregó un testigo: "Corre con esto en alto como si fuese una antorcha". La atleta dio una vuelta a la pista con el brazo en alto. Su imagen, su juventud, su zancada vigorosa, esa impresión de que iba flotando zanjó cualquier duda que pudiese tener. La vallista se enteró entonces de que iba a ser la encargada de encender el pebetero en los Juegos Olímpicos. Decisión que también tuvo su contestación por parte de otros atletas, del COI y de voces dentro del país que pedían ese honor para uno de los históricos del deporte mexicano. Pero Ramírez Vázquez fue inflexible: "Si queremos dar imagen de modernidad, de cambio, nadie lo representará mejor que una mujer".

Queta Basilio vivió los días antes encerrada en la residencia con el resto de atletas mexicanos. Una semana antes de la inauguración el gobierno había ordenado disparar contra los estudiantes que se manifestaban en Tlatelolco causando la muerte de centenares de personas. A los deportistas les aislaron por completo del mundo. Ni televisión, ni periódicos, ni radio. Sobre la tragedia solo les llegaban rumores y el ruido de los vehículos militares que iban y venían constantemente.

La atleta se encontraría con otro problema poco antes del 12 de octubre, fecha prevista para la inauguración. No había llegado el uniforme y tuvo que improvisar por completo. Se puso la ropa blanca que había llevado a los Juegos Panamericanos de un año antes, las zapatillas blancas con las que iba al instituto, una cinta en el pelo y se preparó para el momento. Un militar le entregó a las puertas del estadio la antorcha que había sido llevada por más de dos mil personas desde Atenas y comenzó a correr en medio del entusiasmo general. Dio una vuelta al estadio y ascendió con ligereza los 93 escalones que llevaban al pebetero para convertirse en la primera mujer de la historia que encendía el fuego olímpico. Después de ella solo lo ha vuelto a hacer Cathy Freeman en los Juegos de Sydney del año 2000.

A la atleta, que en 1968 no duró mucho en la competición y fue eliminada en las dos pruebas en las que tomó parte, se le diagnosticó hace unos años la enfermedad de Parkinson. En 2018, coincidiendo con el 50 aniversario de los Juegos, volvió a encender el mismo pebetero. Hace unos días, con 71 años, murió de forma sorprendente después de que se complicase una neumonía que padecía. El adiós inesperado a uno de los grandes símbolos que ha regalado la historia de los Juegos Olimpicos.