Siete meses de espera llegaron ayer a su fin. El Palacio de los Deportes de Riazor abrió por fin sus puertas a los aficionados para ver un partido de hockey sobre patines. Trescientos privilegiados que en cuanto el Liceo confirmó que estaría permitido el público en las gradas se apresuraron a reservar un sitio. Como se les pedía, el comportamiento fue ejemplar. Entrada escalonada, según las indicaciones del club. Salida por turnos. Mascarillas. Geles. Separación. Sentados, incluso en el descanso y sin comer ni las tradicionales pipas. Pocos pero buenos. "Animemos como si 300 fuésemos 3.000", pedía el speaker Sergio Tomé, todavía incrédulo de que su voz se escuchara desde debajo de la mascarilla.

La presentación de los jugadores fue lo primero que se pudo comprobar que había cambiado con respecto a cuando a aquel tiempo en el que el coronavirus todavía no había entrado en nuestras vidas para ponerlo todo patas para arriba. En vez de en paralelo al público a ambos lados de los árbitros, los jugadores de las dos formaciones se miraban de frente desde ambos lados del círculo frontal y se saludaron, desde lejos, con un golpe de stick en el suelo. Después, ya con el partido en marcha, todo fue normal. La misma intensidad sobre la pista de siempre.

En la grada, en cambio, un poco más de frialdad. Algún tímido ánimo. Un aficionado que intentaba que el resto le siguiera coreando un "Liceo, Liceo". El público, sin embargo, estuvo entretenido y casi no daba abasto para aplaudir los goles del Liceo. Pero indudablemente en un recinto con aforo para 4.500 personas, 300 deja un ambiente desangelado y difícil de llenar. Y más cuando el Liceo tampoco necesitó el aliento de los suyos para sacar adelante el partido. Porque su equipo les respondió, como siempre, no falla y les hizo disfrutar. Hasta dentro de quince días. Esperemos que ante algunos más. Serán buenas noticias para todos.