Un 79% de los españoles dice fiarse poco o ni un pelo del actual presidente del Gobierno, pero lo notable es que aún sean más -un 85%- los que desconfían del jefe de la oposición que aspira a quitarle la silla. El poder ha perdido la erótica que lo caracterizaba, o al menos eso sucede con Zapatero y Rajoy.

Quizá la explicación resida en la propia encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas que ayer desveló tan sorprendentes datos. Obsérvese que las personas consultadas en ese mismo sondeo opinan que los políticos son el tercer problema más importante al que se enfrenta el país, después del paro y los problemas económicos. Se diría que los españoles asumen con Groucho Marx que la política es "el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados". Bajo esa premisa no es de extrañar que aquí nadie se fíe de nadie con mando en plaza.

Extraña situación. Si el que gobierna les parece poco de fiar a los electores y el hipotético recambio aún les disgusta más, mucho es de temer que el invisible partido de la abstención gane por goleada los próximos comicios. Sólo la improbable aparición de un mirlo blanco que despertase la aletargada libido de los votantes podría invertir esa tendencia; pero no se vislumbra una rareza así en el horizonte ni tampoco el cerrado aparato de los partidos le permitiría hacer carrera en la política.

Verdad es que la carencia de políticos con sex-appeal afecta a casi todo el mundo y no resulta en modo alguno un problema particular de España. El último ejemplar de la especie fue tal vez el británico Tony Blair, de quien se decía en su momento cenital que los votantes seguirían encandilados con él aunque confesase desayunar un niño crudo cada mañana. También el francés Nicholas Sarkozy gozó al principio de ese estado de gracia que algunos dan en llamar carisma, pero en su caso no tiene especial mérito. Cae de cajón que alguien capaz de seducir a Carla Bruni, pese a ser bajito y no parecerse exactamente a Alain Delon, bien puede embelesar con las mismas artes de Casanova a todo un cuerpo electoral.

Ese papel de galán de las masas lo desempeñó en España Felipe González durante casi tres quinquenios gracias al indudable influjo de macho alfa que ejercía sobre las multitudes con derecho a voto. Joven -entonces- y de notable apostura física, González iba por ahí esparciendo feromonas en cantidad suficiente como para que en los mítines le pidieran un hijo en lugar de un discurso. Resultaría injusto, por otra parte, no advertir que fue Adolfo Suárez el primer presidente con reconocidas mañas de seductor de electores y, sobre todo electoras.

Aquella vieja erótica del poder, tan importante, parece haberse perdido en estos tiempos de crisis. Zapatero, que es galán de buena planta, disfrutó de ella durante los años inaugurales de su mandato; pero se conoce que el paso del tiempo y su zigzagueante política acabaron por quitarle morbo. Ni siquiera el aire algo desvalido que ofrece en ocasiones basta ya para despertar los instintos maternales -y paternales- de la ciudadanía, o al menos eso se desprende del escaso veinte por ciento de incondicionales al que ha quedado reducida su cuota de seducción. Lo de Rajoy es todavía más complicado. Ni su barba algo antañona ni su severa imagen de registrador de la propiedad despiertan pasiones: y tampoco le ayuda gran cosa la impresión de que quiere llegar al poder por el método burocrático del concurso de méritos y la acumulación de trienios. Aun así, cuesta entender que suscite menos confianza que el presidente del Gobierno o que su popularidad descienda a la vez que suben las expectativas de voto al partido que dirige.

Lo único cierto a la vista de los sondeos del CIS es que, tanto da si en el gobierno o en la oposición, la erótica del poder ya no es lo que era. Tal vez por eso anden tan desganados los votantes.

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