Las crisis son como las madres: no hay más que una. Parece lógico, por tanto, que los doctores de la UE, el BCE y el FMI apliquen también un único remedio para curar a los países infectados por el virus de la recesión, con sus secuelas de paro, deuda y empobrecimiento de la gente. El dilema se reduce a apretarse el cinturón o ajustarse el cinto.

Acaba de descubrirlo sin ir más lejos el presidente de la República Francesa, François Hollande, que había ganado esa alta magistratura tras convencer a sus electores de que existen medicinas distintas a la del ascetismo para salir de la crisis. Va a ser que no. Nada más asumir el mando, Hollande les ha metido un paquete (fiscal) de 30.000 millones de euros a los franceses bajo el principio de que "es preciso arreglar imperativamente el problema de la deuda". El mismo Hollande que había prometido más prestaciones sociales es el que ahora acaba de aprobar el mayor programa de recortes y subidas de impuestos desde la Segunda Guerra Mundial.

Cierto es que el jerarca francés rebajó a 60 años la edad de jubilación en su país y que amenaza con confiscarles tres cuartas partes de su fortuna a los grandes millonarios de Francia; pero tampoco hay que pararse en la retórica. Casi todos los franceses con caudales que conservar tenían ya su residencia fiscal -y su dinero- en lugares alejados del alcance de Hacienda. Los que las van a pagar todas juntas son, en realidad, los miembros de la populosa clase media a quienes el jefe del Estado de las Galias les va a propinar un subidón de impuestos directos.

Poco importa a estos efectos que Francia sea un país literalmente atómico y dotado de grandes capacidades industriales, a diferencia de lo que ocurre con la menesterosa España y no digamos ya en países desahuciados como Portugal y Grecia. Cuando la crisis aprieta, ni a los poderosos se respeta.

El caso es que Hollande asume como principio de fe propio el dogma del déficit impuesto por la troika de poderes supranacionales que ahora mismo gobierna en Europa. Lógicamente, su popularidad se ha desplomado apenas cuatro meses después de que llegase al poder, hasta el punto de que una mayoría de los encuestados echa ya en falta a su predecesor Sarkozy.

Todo esto resulta un tanto descorazonador. Si solo hay una doctrina válida a la que se pliegan imparcialmente conservadores y socialdemócratas, los que empiezan a sobrar son los partidos y los programas electorales. Mejor confiar la gestión a un tecnócrata, como -por cierto- han hecho ya en Italia con resultados que parecen ser muy del agrado del público. Tanto, que los italianos están buscando ya la manera de que Mario Monti pueda seguir al frente de su Gobierno durante los próximos años sin tener que pasar por el enojoso trámite de las urnas.

Lo malo es que el bálsamo de Fierabrás usado como receta única por el BCE, la UE y el FMI tampoco ha logrado la mejora que se apetecía en Grecia y Portugal. Bien al contrario, la cura de caballo ordenada por la troika no hizo más que subirles la fiebre del paro y bajarles la tensión del PIB a esos países que, tras dos años de tratamiento, empiezan a dar señales de agonía. A falta de una receta de probado efecto contra la crisis, mal presagio es ese para una España a la que se está aplicando la misma medicación. Y ni siquiera en Francia parecen disponer de otras opciones.

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