Solía decir Gerardo Fernández Albor, primer presidente electo en la historia de Galicia, que él había llegado a la política para dignificarla, como si pensase que el de hombre (o mujer) público es oficio indecoroso y en ocasiones, vil. Albor era médico, profesión mucho más respetada, sobre todo si se ejerce en Santiago; y había recibido también entrenamiento como piloto de caza en la Alemania de los años treinta. Más que cualquiera de esos títulos podía exhibir, en opinión de quienes le conocieron de cerca, el de ser una buena persona.

Tanto a la condición de piloto de guerra -que, para su fortuna, nunca ejerció- como a la de político, llegó este venerable centenario más bien por casualidad.

La edad y las circunstancias propiciaron que fuese destinado, por riguroso turno, a hacer un curso de perfeccionamiento en la Luftwaffe, ejército del aire alemán que le dio el empleo o graduación de teniente. No pasa de ser una anécdota en el longevo recorrido vital de quien luego se relacionaría e identificaría con los círculos de la intelectualidad galleguista.

Como político que descreía de la política, Albor pilotó también la nave recién creada de la Xunta, en la que el verdadero conductor era su segundo de a bordo, Xosé Luis Barreiro. En realidad, le habían precedido durante la fase preautonómica Antonio Rosón y José Luis Quiroga, médico como él; pero a Albor le corresponde el mérito de haber sido, contra pronóstico, el primer jefe de Gobierno gallego elegido en las urnas.

A ese dato singular hay que agregar otro no menos histórico. El ahora fallecido fue también el primer y hasta el momento único presidente gallego derrocado por una moción de censura aún más enrevesada que la que acaba de apartar a Rajoy de su cargo en el Gobierno de España.

En una Galicia que hasta entonces había dado abrumadoras mayorías a la UCD de Adolfo Suárez, el futuro presidente Albor fue elegido por Fraga para encabezar las listas de Alianza Popular en las elecciones de octubre de 1981. Influyeron sin duda en la elección su aire de viejo patricio y un consolidado prestigio profesional, al que unía, además, un desconocimiento casi universal de las intríngulis y astucias propias de la política.

La inexperiencia de aquel amateur, que a punto estuvo de ser captado por la UCD para sus listas, quedaba sobradamente compensada, sin embargo, por la tranquilizadora imagen de moderación y sentidiño que aportó a una Alianza Popular muy inclinada entonces hacia la derecha. Todo ello iba a influir no poco en la inesperada victoria del partido fraguista en Galicia.

Bien es verdad que Albor era una especie de candidato interpuesto en una campaña electoral protagonizada mayormente por Fraga en los pósters que llevaban por lema la famosa frase galego coma ti sobreimpresa en su foto. Al dorso figuraba, desde luego, la imagen del mucho menos conocido aspirante a la presidencia; pero todas las evidencias apuntan a que mucha gente creía votar a Don Manuel, que no figuraba en las listas y ni siquiera estaba censado en municipio gallego alguno.

Mucho más que Albor, prestigioso mascarón de proa de AP, fue Fraga el que se empleó a fondo en aquella campaña. Pateó Galicia parroquia a parroquia, usó el gallego sin complejos, dio mítines en bares y a la puerta de las iglesias, ofició mil y una queimadas y estrechó la mano a cuanto paisano se le cruzase en el camino, hasta recorrer -según sus propios cálculos- unos siete mil kilómetros.

De esa combinación de candidato moderadamente galleguista y enérgico fraguismo nació, inesperadamente, el triunfo de Alianza Popular en las primeras elecciones gallegas. En la noche del 20 de octubre de 1981, los resultados confirmaron el ajustado triunfo de AP sobre UCD -26 escaños contra 24- que fue el comienzo del proceso de autodestrucción del partido de Suárez.

Cuatro años después, Albor ensanchó a 34 diputados su mayoría en las elecciones del 24 de noviembre de 1985. Para nadie era un secreto entonces que el gobierno autonómico estaba dirigido en la sombra, con la expresa aquiescencia de Fraga, por su vicepresidente Xosé Luis Barreiro. Tal vez impaciente por ejercer de derecho el poder que ya tenía de hecho, Barreiro presentó su dimisión junto a la de varios de sus conselleiros afines para forzar la dimisión de Albor.

Cogido por sorpresa, el presidente -algo ingenuo y decididamente amateur en la política- se resistió a dejar el cargo. Fraga comisionó a su hombre de confianza José Manuel Romay para darle una salida al enredo y organizarle a Albor un nuevo gobierno en el que Mariano Rajoy pasaría a ocupar las funciones presidenciales del ya exvicepresidente Barreiro.

Nada de ello impidió que Fraga se postulase como aspirante a la presidencia de Galicia en agosto de 1987, ni que los disidentes encabezados por Barreiro se aliasen apenas un mes después con el PSOE y Coalición Galega para derrocar a Albor mediante una moción de censura que elevó al socialista Fernando González Laxe a la presidencia de la Xunta. Fue un gobierno fugaz que un par de años después abriría la puerta al largo reinado de Don Manuel en Galicia.

Albor, al que en su quinquenio de presidente le corresponde -con Barreiro como líder ejecutivo- la creación de la sede de la Xunta y la de la Compañía de Radiotelevisión de Galicia, continuó su carrera política como eurodiputado en el Parlamento de Estrasburgo. Allí presidiría la comisión de reunificación de Alemania, entre otros trabajos de relieve. Una dedicación inusualmente larga para un hombre que, paradójicamente, descreía de la política hasta el punto de que los profesionales de la cosa pública lo considerasen un amateur del ramo. Según se mire, no deja de ser un elogio.