He de confesar que nunca había tenido a la vista un ejemplar como el que vi el 25 de junio: un bogavante de dos kilos y medio y, a su vera, un atún de cinco kilos que desmerecía un tanto si los comparábamos -los paseantes de la calle Capitán Troncoso, de A Coruña-.

Quiero creer que el bogavante es un superviviente de la noche de San Juan, maravillado por tanto lucerío marítimo-terrestre que optó por acercarse a la orilla a ver qué pasaba y, de regreso a alta mar, cayó en las redes de una embarcación cualquiera en las inmediaciones de O Boi o ya superado el mar de María Antonia. Un bogavante que no bogó lo suficientemente a fondo y se izó a bordo como lo que es: un trofeo hermoso, sabroso, lucido, expuesto en una mañana de niebla sobre la mesa de uno de los restaurantes más premiados de la hostelería coruñesa.

Ni siquiera le toqué, y eso que ya estaba cocido. Respeto, creo. Un señor bogavante del que Pablo Gallego se sentía ufano, y no era para menos.

El atún, pobrecito, perdió la cabeza en vaya usted a saber qué lugar del Cantábrico. Chiquito pero matón, como Pancho López. Su visión en acero y ébano pétreos o así suscitaba, cómo no, los jugos gástricos y los paseantes echaban un vistazo como quien no quiere ver. Pero allí estaban ambos, el atún y el bogavante, en silenciosa compañía, en mortuoria hermandad, en invitación evidente a la ingesta, mientras la niebla invadía la plaza de María Pita y la bandera de la igualdad gualdapreaba en el balcón principal de la casa grande del Concello.

La historia del bogavante ya se sabe cómo acaba. Lo mismo acontece con la del atún. Pero ambos casos desconocemos cómo se hicieron mayores de edad para venir a parar, en el primer día oficialmente sin coches -que no fue tal- en la ciudad vieja de A Coruña.

¿Qué quiere que le diga, lector? ¿Que he sentido pena por esos dos animalitos que alguien, algunos, se zamparon horas después...? Pues sí, pero no; porque hay cosas, elementos de nuestra existencia que viven para acabar así: expuestos, primero, y siendo pasto de la cocina, segundo. Cuando llegan a los comensales ya están muertos. Pero no dejan de ser hermosos ejemplares en una mañana de niebla espesa, ligeramente fría, con la bandera arco iris como telón de fondo y muestra de orgullo.