El funeral de Juan Antonio Samaranch en abril de 2010 tuvo rango similar al de un jefe de Estado y fue presidido por los reyes y las infantas Elena y Cristina. El Papa envió sus condolencias y distintas casas reales a representantes. Deportistas de élite como Rafa Nadal, Gemma Mengual o Arancha Sánchez Vicario portaron su féretro dentro de la Catedral de Barcelona, y personalidades de todos los sectores sociales y económicos le rindieron homenaje en la capilla ardiente instalada en el Palau de la Generalitat, empezando por los príncipes de Asturias. La dimensión de la figura del expresidente del Comité Olímpico Internacional exigía tal tributo. La familia expresó que sería enterrado junto a su esposa Bibis Salisachs, fallecida de un cáncer en 2000. En la primera fila del templo se encontraba la pareja de Samaranch durante los últimos años de su vida, la artista Lluisa Sallent, quien en las contracrónicas del solemne acto sería acusada de situarse por delante de los nietos del finado. Una salida de tono. Una indiscreción.

Imagino que quienes repararon en un detalle tan nimio no se perderán el libro Vida y apariencias, la autobiografía que la pintora y escultora catalana acaba de publicar. En sus páginas revela al detalle su relación sentimental con el padre español del olimpismo, que se prolongó por espacio de dieciocho años, con el discreto encanto que define a la burguesía. Sallent se desplazaba seis veces al mes a un apartamento de Lausana para encontrarse con Samaranch en secreto y jamás le exigió más que ese tiempo y ese afecto en territorio neutral. Cuenta cómo la situación le bastaba, que nunca se molestó por ser la otra y que entendía perfectamente los caros regalos que su amante hacía a su esposa, obligada a unas labores de representación que ella no tenía. Si en el relato de su juventud y primer patrimonio Sallent insiste en haber conocido "la doble moral" de la clase alta catalana, en su madurez tuvo la ocasión de practicarla y participar en la vida secreta de Samaranch. Se conformó con su suerte, y no pidió más, si bien deja entrever un cierto dolor porque tras la muerte de Bibis los hijos vetaran un segundo matrimonio que le diera al fin visibilidad. O respetabilidad. Se conformó de nuevo, o tal vez no, pues ahora lo cuenta todo. Y seguro que se ha quitado un peso de encima.

Uno de los detalles que desgrana Lluisa Sallent se refiere al instante posterior a la muerte de Samaranch, cuando pidió a sus hijos que le permitiesen quedarse con una castaña que él siempre llevaba encima porque le daba suerte. Fue lo único que deseó llevarse de dos décadas de una intimidad que ahora expone, o sea, destruye. Lo cuenta todo con nostalgia y mesura, pero lo cuenta. Porque entre la vida y la apariencia, una vez eligió lo segundo y nunca es tarde para darse cuenta de que lo primero es lo primero.