Opinión

Lola Flores y la libertad íntima

Lola Flores nació hace 100 años, murió hace casi 30, es el siglo XX en estado puro y aun así hay ecos de su taconeo que resuenan aún hoy. Siguen vivos porque su huella, como el ADN, resistió a los tiempos y caló no solo en su familia biológica, metida en el mundo del espectáculo, sino en la cultura que empapa las generaciones y que como en un carrera de relevos pasa el testigo siempre hacia adelante.

Hay un algo en un icono como el de Lola que hace que su nombre siga flotando en el aire pese a que no ha habido operaciones de marketing u ocasiones para reivindicarla. Basta un aniversario redondo, el de la muerte, o el de su nacimiento ahora, para que recordemos lo que significó para el país cuando no había repercusión mediática pero tampoco lucha por la atención de la audiencia, no existía TikTok pero TVE lo veía hasta el último habitante con televisor.

Mirar hacia los tiempos de Lola y su embrujo es darse cuenta de que ella ya rompía esquemas sin que nos diéramos cuenta, ya normalizaba sexo y homosexualidad, ya empoderaba a la mujer, ya dibujaba la sociedad en la que nos convertiríamos. Fue un meme, un GIF, antes de que existieran los memes y los GIF pero siempre atada a sus raíces en lo bueno y en lo malo, ahí queda la historia para recordar su relación con el franquismo o sus problemas con Hacienda.

En casa nunca fuimos de Lola Flores, éramos más de Rocío Jurado, como si ahora tuviéramos que elegir entre #TeamShakira y #TeamCyrus, la sesión de Bizarrap o la de Flowers. No era una cuestión de voz: dos estilos de canción folclórica, dos personalidades que se comían el escenario, que ponían letras a emociones atrapadas en los corazones de millones de mujeres que no podían o sabían cómo cantarlas. Pero la voz es una cosa, el sentimiento... ay, el sentimiento. Lola Flores conectaba como nadie con algo más raro y preciado, la libertad íntima.

Y es que de Lola no nos quedábamos con su voz, sino con su forma de hacer lo que le daba la gana. La alegría de vivir a su manera, que no tiene que significar ser irreverente o transgresor. Su figura emanaba libertad, la libertad de una mujer, desde la punta del cabello hasta el último hilo de su bata de cola.

Lola llevaba la puesta en escena de fábrica, dentro y fuera del escenario: los chorros de energía que desprenden las nuevas divas globales beben de ese enchufe mágico desde el que bombea el corazón, como si fuera un secreto viejo, de boca en boca, el lugar exacto donde está la válvula que da sentido a esas actuaciones electrizantes. El duende, que diría Lola Flores.

Imaginen por un momento que hubiera nacido en los 2000, que hubiera crecido con Youtube y Spotify, con la globalización de músicas y estrategias comerciales, con plataformas infinitas para multiplicar su genio. ¿Sería la reina del perreo? ¿Qué habría dicho, hecho, ante las olas reaccionarias machistas? ¿Habría adoptado un perfil más ideológico? La nueva feminidad desde luego tendría una aliada de consecuencias inimaginable: su desparpajo y naturalidad parecen, a décadas vista, la mejor carta de presentación para romper los corsés que aún nos asfixian. Habría roto los tabús de la presión estética como han hecho Rosalía y otros iconos pop a lo largo de su carrera, habría lanzado mensajes inspiradores a las más jóvenes… o no.

Nunca sabremos, pero su historia, en su contexto, nos pone ante un espejo de todo lo que podemos llegar a ser, de cómo podemos llegarnos a sentir, y del poder demasiadas veces desdeñado de mover engranajes que tiene la cultura pop.

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