Opinión | La espiral de la libreta

El tiempo robado a medianoche

Por fin, el despertador de pilas se ha puesto en hora él solito sin necesidad de toquetearlo. Por arte de magia, el domingo a las dos fueron las tres, y ya. Me da pereza buscar las instrucciones del artilugio, de manera que cada año se repite la misma cantinela: aguardo paciente cinco meses, de octubre a marzo, hasta el ajuste con el horario de verano, para dejar de mirarlo de reojo y odiarlo por los pequeños sustos cotidianos. Comienza, pues, la semana del disloque circadiano, de ir tropezando con los efectos de un jet lag permanente. Y así, hasta el año 2026 por lo menos.

Prefiero que las tardes se alarguen hasta la hora de la cena, pero los expertos en fisiología aseguran que al cuerpo le conviene más el horario de invierno porque concuerda mejor con los ciclos de luz y oscuridad. Parece que algo de energía se ahorra con la medida, de la que se benefician la hostelería y el terraceo, pero ¿de verdad merece la pena la murga de tanto cambio? U horario de invierno o de verano, pero uno solo. Creo.

La semilla y el fruto

Las hormigas, la oruga procesionaria, las arañas y el pulgón siguen a lo suyo, ajenos a la batalla contra las manecillas del reloj. A bichos y plantas les basta el sutil metrónomo de la naturaleza: la noche y el día, el tránsito de las estaciones, la pleamar y la bajamar, el deshielo, la semilla, la flor y el fruto, la maduración del trigo, el desove de los salmones en Noruega, la lluvia de estrellas en agosto. Es el hombre, consciente de su propia finitud, el empecinado en trocear el tiempo en unidades de medida cada vez más exactas y pequeñas, hasta el nanosegundo. Desde el reloj solar hasta el cronómetro de plutonio que enterraron en un parque público de Osaka en 1970, todo para exprimir como un limón un bien escaso en aras de la productividad y el beneficio.

Si el tiempo es oro, como asegura el dicho, cabe preguntarse adónde van a parar todas estas horas usurpadas a medianoche con los cambios horarios. ¿A quién reclamar? Si no me he equivocado con las cuentas, me deben dos días enteros y un fleco de horas escamoteadas al sueño, al insomnio o a la contemplación de las musarañas. Tiempo que ingresa en el cómputo de lo vivido sin que le haya rasgado siquiera la envoltura de celofán.

Si el tiempo es circular, ese manojo de minutos amanecerá intacto un buen día a los pies de la cama. O si es simultáneo, quizá alguien se alimenta de las horas hurtadas en alguna escena del pasado, como en aquellos versos de Borges: “¿En qué ayer, en qué patios de Cartago, / cae también esta lluvia?”.

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