La espiral de la libreta

Las ‘locas’ de las palas, las que buscan fantasmas

Olga Merino

Olga Merino

Hace unos días, me sobrecogió un titular de prensa: La policía mexicana encuentra 45 bolsas con restos humanos. Di un respingo porque justo la víspera del hallazgo, en un barranco, me encontraba en esa localidad, en ese mismo suburbio: Zapopan, a las afueras de Guadalajara. El horror es directamente proporcional a la cercanía. Pero las noticias se solapan tan deprisa que las olvidas, a menos que el azar o la curiosidad te arrastren a tirar del hilo y descubrir que en México las cifras oficiales ya sitúan en 110.000 el número de personas desaparecidas, mayormente en la guerra contra el narcotráfico. También por feminicidio y trata de blancas.

Desaparecen testigos incómodos, periodistas, gente que pasaba por ahí, quien se niega a colaborar, muchachos pobres secuestrados con el fin de forzarlos a trabajar para el crimen organizado. En México, la vertical del Estado se desmoronó. En junio de 2019, el presidente López Obrador se vio obligado a crear la polémica guardia nacional para sustituir a las policías locales, muy infiltradas por el narco. O sea, puso en manos del Ejército la batalla contra los cárteles de Sinaloa y Jalisco, que controlan el tráfico de cocaína, fentanilo y metanfetaminas hacia Estados Unidos.

El sumidero del olvido

Tener un desaparecido en la familia te revienta la cabeza. Te carcome por dentro hasta que el paso del tiempo narcotiza la angustia y ayuda a que asumas la muerte aun cuando nadie te haya entregado un cadáver. Por fortuna, la literatura acompaña en las tragedias, las asienta, hace que de alguna manera no se las trague el sumidero del olvido.

En estos años, han aparecido numerosas obras sobre el drama de los desaparecidos en México, entre ellas las ultimísimas Silencio, un poemario de Clyo Mendoza (“la búsqueda de personas desaparecidas es la persecución de un fantasma”), y Las rastreadoras, una investigación de Tania del Río sobre las mujeres sabueso que peinan caminos, desmontes, sembradíos, morgues, vertederos y casas abandonadas. Sin ayuda de nadie, apenas si de la Fiscalía del Estado, amenazadas, a riesgo y ventura de perder el propio pellejo en las batidas.

Madres, esposas, hijas y hermanas que han aprendido a hundir pértigas o varas largas en la tierra para olisquearlas luego, como perras de caza, y si detectan el tufo a sangraza, a sangre corrompida, entonces excavan. Así les sucedió en Miravalle Mazatlán (Sinaloa), en una zona pantanosa: “El lodo incluso se tornaba de color rojo y la fetidez carroñera agitó los ánimos de todos. Nunca había visto a la tierra supurar sangre”. Habían descubierto una fosa clandestina con 21 cuerpos, hombres y mujeres.

Las locas de las palas, las llaman. Como las madres de la plaza de Mayo. Antígonas que pretenden dignificar a sus muertos.

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