Gárgolas

Los nombres

Josep Maria Fonalleras

Josep Maria Fonalleras

En una escena de una serie, ahora no recuerdo cuál, un hombre, acusado injustamente de asesinato, se queja a un amigo de que le “Quieren saber los detalles del crimen”, dice, con amargura. Su amigo responde: “Quizás incluso sería mejor que fueras de verdad el asesino; así, podrías explicarlo y sacarle un beneficio, porque ahora todo el mundo está muy interesado en estas cosas”. He pensado en ello a raíz de esta tragedia de Terranova. No hace falta volver a hacer comparaciones. Las diferencias son tan enormes, la brecha es moralmente tan inmensa entre la implosión del submarino y los naufragios de las barcazas en el Mediterráneo, que no habría que añadir nada más. Pocas veces ha sido tan explícito el desnivel a la hora de comprobar los recursos que se destinan a salvar a cinco millonarios o a procurar que no se hundan cientos de personas hacinadas en un precario barco, en decenas de ataúdes flotantes.

¿Por qué nos ocurre esto? Más allá de las evidencias económicas, que fundamentan cualquier discurso de indignación, y que no admiten ni una sola chispa de demagogia porque son demasiado concluyentes, de tan hirientes, hay un detalle que explica la distancia abisal entre los cadáveres del Atlántico Norte y los del mar cercano. Los nombres.

Recuerdo un fragmento de la biografía de Pietro Bartolo, el médico que ha atendido a tantos inmigrantes en Lampedusa, en el que reflexionaba sobre la necesidad de nombrar a las víctimas, es decir, de otorgar a los muertos la categoría de seres que vivieron, que amaron y lloraron, que fueron hijos o padres o hermanos de alguien. En Lágrimas de sal reivindicaba ese mínimo respeto por los difuntos, por los desaparecidos. No ser una masa informe engullida por las olas, sino individuos, uno a uno, que perecieron en el intento de atravesar el mar.

En el Titan hemos sabido, claro, el nombre de los cinco ocupantes. Y por supuesto, y por consiguiente, su biografía. Hemos llegado a deglutir el detalle de sus vidas, de la muerte, del descenso y la implosión. Hemos personificado la tragedia con una individualización. No eran cifras y no lo fueron justamente por las cifras que invirtieron en el trayecto. Al otro lado, como en el poema de Auden, aquel en el que se habla de los que sufren y de los que siguen el curso de su existencia sin prestarles atención, se acumulan cuerpos sin trascendencia y nosotros, indiferentes al sufrimiento, nos alejamos “pausadamente del desastre”.

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