¿Quién soy?

Merce Marrero

Merce Marrero

Los que hemos hecho alguna vez una entrevista de trabajo, o hemos asistido a sesiones de terapia en grupo, nos hemos enfrentado a la fatídica pregunta de “¿cómo te definirías?” o a la de “¿cuáles son tus luces y tus sombras?”. Admiro a las personas que, A, tienen un conocimiento elevado de sí mismas y, B, no les da vergüenza compartirlo con desconocidos.

Definirse a una misma en una entrevista de trabajo, o en una sesión de terapia en grupo, me evoca a la época en la que me confesaba semanalmente. De pequeña fui a un colegio de monjas donde se nos “aconsejaba” pasar por el confesionario antes de la misa obligatoria, que por aquel entonces se celebraba los miércoles. Así, todos los miércoles, entre los 11 y 13 años, admití que había dicho alguna mentira a mis padres, pegado a mi hermano y blasfemado. Más de la mitad de las veces no era cierto, o sí, pero me acostumbré a esos lugares comunes, que declamaba cambiándoles el orden por aquello de ser innovadora. Lo mismo sucede en las entrevistas de trabajo, o en las reuniones terapéuticas, y siempre acabamos presentándonos igual: entusiastas, con capacidad para trabajar en equipo y demasiado perfeccionistas. Es difícil, muy difícil, saber cómo y quiénes somos.

Los estados de WhatsApp dan una pista sobre si somos parcos (“Disponible”), profundos (“Sólo sé que no sé nada”), emprendedores (web y teléfono del negocio), con buena autoestima (“Me quiero y quiero todo lo que hago”), nacionalistas (banderitas), animalistas (perritos y gatitos) o si estamos sobrellevando un desamor (“Estos ojos ya no lloran más por ti”). La descripción que hacemos en nuestras redes sociales ahonda en nuestras intenciones: “Soy abogada y, sobre todo, madre”, “Soy mediterráneo y fluyo” o “Soy médico y hago maratones”. A veces, esas definiciones son más entretenidas que los contenidos que se comparten, pero eso es otro cantar. ¿Quiénes somos, realmente? Algunas llevamos toda la vida haciéndonos esa pregunta y la respuesta es que no somos algo estático. O eso creo.

Pienso que somos, en parte, los libros que hemos leído. Y las películas que hemos visto. A veces somos el protagonista de Cinema Paradiso, que espera meses debajo de la ventana de la chica de quien está enamorado, para demostrarle que lo suyo va en serio. Otras veces somos Gene Hackman, en Arde Mississippi, o Alan Ladd, en Raíces profundas, intentando defendernos y defender al mundo de las injusticias, aunque la mayoría del tiempo somos personajes de Woody Allen tratando de sobrevivir a nuestros demonios.

Somos nuestra capacidad para disfrutar haciendo determinadas cosas. Practicando deporte, hablando con nuestros hijos, tomando café por las mañanas o de sobremesa con amigos y somos, también, espacios y mobiliario. La mesa de mi cocina me representa. Paso horas trabajando, estudiando y comiendo sobre ella. También me representa el sofá donde duermo la siesta, leo y disfruto viendo películas. Mi abuelo era una butaca en el salón y a mi abuela la representaba un vestido verde con el que bajaba caminando a la playa. Somos muchas cosas o a lo mejor somos como mi hermana, la más sabia del mundo entero, que a mi pregunta de “¿Quién es?”, cuando toca el timbre de casa, simplemente responde: “Soy yo”. Ella es pura esencia. Más que suficiente.

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