Arenas movedizas

La honestidad lamentable de Calamaro

Jorge Fauró

Jorge Fauró

Andrés Calamaro (Buenos Aires, 61 años) es un genio de la música y un icono del rock, más allá del rock argentino y del rock cantado en español. Es una figura universal del arte a caballo entre dos siglos, al que uno puede colocar sin equivocarse entre los tres grandes de la cultura rockera contemporánea de su país, junto a Charly García y Spinetta —y uno no se atreve a determinar quién está por delante de quién—; al que cualquiera sitúa entre los 20 primeros intérpretes de la música moderna cantada en castellano de los últimos 50 años, en ese Olimpo donde Serrat o Miguel Ríos hablan de tú a los demás, que les dicen de usted; y, muy posiblemente, en la mitad de la tabla de esa larga nómina de solistas internacionales que siempre encabeza Elvis.

Ese estatus de músico universal conlleva contrapartidas inevitables para esta raza de artistas. Cobran regalías por la autoría de sus canciones, algunas de ellas en un estadio superior en el que comparten acomodo con himnos que son usufructo de varias generaciones, pero emocionalmente esas composiciones ya no les pertenecen del todo. Al menos, no en exclusiva. Esas canciones han pasado a ser su legado y se han convertido en propiedad espiritual de millones de oyentes para quienes una o varias de esas piezas representan uno o muchos momentos únicos en sus vidas: el día que conocieron a su pareja, el instante en que nació un hijo, aquel tema que sonaba machaconamente durante una relación y duele escuchar tras la ruptura o ese otro que simboliza un momento único de la historia y logra la unánime comunión de una gran mayoría muy heterogénea.

Calamaro rompió esa comunión la noche anterior a las elecciones del 23J, cuando en mitad de la parte instrumental más reconocible de Flaca, una de esas composiciones que le pertenecen a él y a todos nosotros, proclamó hasta en tres ocasiones durante su actuación en Tenerife ese eslogan utilizado por la sociedad más rancia y casposa, si acaso el lema más ruin de las últimas campañas electorales: “¡Que te vote Txapote!”. Recordé entonces aquellos “Gora ETA” tan execrables con que algunos abanderados del rock radical vasco jaleaban sus actuaciones hasta no hace mucho. Nihil obstat.

Tres veces invocó Calamaro a Txapote, de modo que, a partir de ese momento, ya no cabía diferenciar entre Andrelo (el genio compositor de Honestidad brutal, el que encandiló a Argentina desde Los Abuelos de la Nada o marcó con Los Rodríguez a la generación huérfana de La Movida y, de nuevo como solista, dominó las dos décadas posteriores), y la muchachada despersonalizada de Vox que lucía la camiseta infame delante de la urna o esa otra que coreaba tamaña bajeza e interrumpía el discurso de Núñez Feijóo en el balcón de Génova. “¡Que te vote Txapote!”. El público, frente el escenario; el artista, en la tarima. El final orwelliano de Rebelión en la granja surfeando sobre tres acordes: “Los animales asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo; y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro”.

El genio argentino ha cruzado esa delicada frontera donde la estrella del rock pierde su aura y comienza a hacer el ridículo. Nada se puede objetar de sus veleidades con Vox, como otros artistas las tienen con el resto de partidos constitucionalistas. El artista no puede ni debe desgajarse del animal político, sea de un extremo, de otro o del centro sociológico. Faltaría más. Aquí no se habla de eso. Se habla del eslogan infame que los niñatos corean en las bodas y luego difunden en redes, de la frase ignominiosa de un imberbe que se entromete en el trabajo de una periodista de televisión y acapara el tiro de cámara repitiendo una y otra vez la frase famosa que humilla a las víctimas. Porque es a ese nivel al que ha descendido desde los cielos del arte el cantante bonaerense, al sótano del déjà vu, a recitar un verso ajeno del que ni siquiera es autor; que ni le pertenece a él ni al conjunto de quienes amamos su música y sus letras.

Calamaro es un tipo tan culto y leído que en algún momento de su vida se habrá topado con este aserto de Marx, tan superado como la ideología de quienes celebran al terrorista Txapote, pero al que la sociología sigue respetando. Los grandes hechos y personajes aparecen en la historia dos veces, una como tragedia y la otra como farsa. Lo que no vimos venir es que, en el caso de Calamaro, la dos acepciones aparecieran en la misma noche.

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