el trasluz

Afeitarse

Juan José Millás

Juan José Millás

Sueño con mi padre y resulta que es negro. Le pregunto por qué nos lo ocultó en vida y se encoge de hombros.

–También me gustaba el jazz y os hice creer que prefería el bolero -añade.

Me despierto y miro la hora: son las tres y diez. Salir de la cama de madrugada se parece un poco a salir de la tumba, lo sé por experiencia. Pero salgo, en fin, y voy al cuarto de baño para verme en el espejo: resulta que soy negro también. Me despierto de golpe, ahora sí: el otro había sido un despertar falso. Salgo de entre las sábanas con el sigilo de un cadáver y en dos minutos estoy de verdad frente al espejo del baño. Compruebo con cierta decepción que soy blanco. Si mi padre me hubiera dicho la verdad en el sueño, tendría que aceptar la posibilidad, tantas veces imaginada (y deseada), de que soy adoptado.

No recuerdo ahora dónde leí que, si te miras durante cinco minutos seguidos en el espejo, dejas de reconocerte. Tu reflejo se convierte en otro. Decido probarlo y, en efecto, el tipo del otro lado deja al poco de ser yo (o yo he dejado de ser él, no sé). El asunto debería inquietarme, pero me da lo mismo. Me pregunto si habré sido víctima de un segundo despertar falso. Pero me pellizco el brazo izquierdo y me hago daño. El individuo que hay ahora al otro lado del espejo se parece un poco a un antiguo actor del cine en blanco y negro cuyo nombre no me viene. Tiene la mandíbula inferior muy definida y hay algo turbio en la mirada. Le saco la lengua y él me la saca a mí porque repite mis gestos, pero desde otro rostro y quizá desde otra mentalidad.

La situación empieza a inquietarme y me retiro despacio, de espaldas, sin perderlo de vista para comprobar que se aleja a la vez que me alejo yo. Esto me tranquiliza porque había temido que me siguiera a este lado del espejo y que de repente fuéramos dos. Ya en la puerta del cuarto de baño, antes de desaparecer, le hago con la mano un gesto de adiós que él repite disciplinadamente. Salgo al pasillo, vuelvo a la cama, cierro los ojos y sigo viendo en mi cabeza al intruso, que me dice telepáticamente: “Volveré”. Me levanto al amanecer, cansado, y me tomo un café. He decidido retrasar cuanto me sea posible el momento de afeitarme porque no sé a quién afeitaría.

Suscríbete para seguir leyendo