La compañía en la vejez

José Manuel Otero Lastres

José Manuel Otero Lastres

Me parece que ya comenté en alguna otra ocasión que cuando leo una novela suelo hacerlo con un lápiz en la mano que utilizo en la mayoría de las ocasiones para subrayar algún pasaje o para anotar alguna reflexión que me sugiere su lectura. Sucede sobre todo en las novelas en las que el escritor comparte con sus lectores vivencias o pensamientos que son parte de su propia vida, retazos de experiencia que más que entretenernos se entrometen beneficiosamente en nuestras vidas, dejando algo importante en ellas.

Una de las novelas que más me aportó personalmente fue El amor en los tiempos del cólera, del genial Gabriel García Márquez. En esta obra escribe: “Desde el regreso del viaje de bodas, Fermina Daza escogía la ropa de su marido de acuerdo con el tiempo y la ocasión, y la ponía en orden sobre una silla desde la noche anterior para que la encontrara lista cuando saliera del baño. No recordaba desde cuándo empezó también a ayudarlo a vestirse, y por último a vestirlo, y era consciente de que al principio lo había hecho por amor, pero desde unos cinco años atrás tenía que hacerlo de todas maneras porque él no podía vestirse por sí solo… Ella había ido descubriendo poco a poco la incertidumbre de los pasos de su marido, sus trastornos de humor, las fisuras de su memoria, su costumbre reciente de sollozar dormido, pero no los identificó como los signos inequívocos del óxido final, sino como una vuelta feliz a la infancia. Por eso no lo trataba como a un anciano difícil sino como a un niño senil, y aquel engaño fue providencial para ambos porque los puso a salvo de la compasión”.

No sé a ustedes, pero a mí leer este pasaje, lo mismo que muchos otros de esa misma obra, me produce dos sentimientos. El primero es de deleite, mi ánimo se ve invadido por un placer, un goce espiritual, que me invita a disfrutar de esos momentos pausadamente para darme cuenta, por extraño que pueda parecer, que experimento una agradable satisfacción. Leer el modo en que García Márquez describe esos retazos de la vida entre la pareja que los compartió durante tantos años me produce un placer estético del mismo nivel que si contemplara, por ejemplo, el Entierro del Conde de Orgaz de El Greco o la Piedad de Miguel Ángel.

El otro sentimiento es de sana envidia: reconozco en el autor un talento descomunal para escribir que suelen tener muy pocos seres humanos. Concretamente, en esta novela se conjugan en sus dosis exacta la forma y el fondo. Es difícilmente repetible —y es una opinión muy personal— que surja alguien que llegue a utilizar tan bellas y precisas palabras para narrar con un ritmo tan intenso y sin baches los sesenta años de la historia de amor de Fermina Daza, primero con su marido el doctor Juvenal Urbino, y, tras enviudar, con Florentino Ariza, como sucede en esta magistral novela.

Creo que la lectura del pasaje que acabo de reproducir muestra perfectamente el dominio de García Márquez sobre la forma y el fondo. El modo en que narra el imperceptible pero imparable avance de la vejez, que nos hace patente al reflejar el tiempo que va desde que podemos vestirnos nosotros mismos hasta que necesariamente nos tengan que vestir enteramente pasando por la imprescindible ayuda, me parece excelente. Lo mismo que la manera en que describe los signos del “óxido final”, que por no identificarlos como tales producen los dos efectos de que Fermina trate a Juvenal como a un niño senil y de que no hubiera sentido por él compasión.

Con todo, lo más asombroso para mí es cómo un escritor que rondaba los cincuenta años cuando escribió la novela es capaza de transmitirnos lo que es el amor que siente una mujer sucesivamente con dos hombres por espacio de sesenta años. Se dice que esa historia de amor se la inspiraron sus padres. De ser así, nos habría relatado una historia de la que él no fue protagonista directo, sino solo un observador, pero privilegiado por el brillante resultado, que supo transmitir esos retazos de vida ajena tras “salpicarlos” con las necesarias gotas de ficción.

Adviertan, finalmente, lo mucho que nos dice en el corto pasaje transcrito. Empieza por describirnos a Fermina Daza como una esposa de las de entonces, de finales del siglo XIX y principios del XX. Nada más casarse inicia una práctica en la que el beneficiado es su marido con la que pretende que cada día al salir del baño no tenga ninguna dificultad para vestirse: le coloca las prendas que tiene que ponerse cada día, perfectamente organizadas para vestirse por orden, según la manera en la que se viste una persona de su clase social. Señala que esa práctica y la costumbre en que desembocó de ayudar a vestirlo fueron al principio consecuencia del amor. Y es que en el comienzo de las costumbres que suponen una carga para uno de los de la pareja y un beneficio para el otro está siempre presente la generosidad del amor apasionado.

Relata también que fue percibiendo el lento pero imparable camino que recorría Juvenal hacia la vejez, que califica brillantemente como el “óxido final”. Agrega lo ya señalado de que no lo trató en sus últimos años como lo que era seguramente “un anciano difícil”, sino —y este es para mí un oxímoron brillantísimo— como niño senil. Y remata con otra lúcida reflexión, a saber: que aquel engaño fue providencial para ambos porque los puso a salvo de la compasión. Sentimiento éste que, aunque no lo dice García Márquez, habría acabado sin duda con el grado de amor que se tuviesen.

En todo caso, a los que todavía no hayan leído esta novela, les recomiendo que lo hagan. Les va a gustar, aunque puede ser que no sea tanto como a mí. La tengo por una obra maestra de la novela y de las más brillantes que se han escrito en lengua castellana.

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