El trasluz
Sabor de boca
Dos hombres de mediana edad discutían en la mesa de al lado sobre si era preferible ser manco de nacimiento o debido a un accidente posterior. A uno de ellos le faltaba la mano derecha. Yo había pedido un café con leche que tardaban en traerme. Ellos tomaban unas cañas de cerveza acompañadas de sendos pinchos de tortilla de patata. El manco, que, según deduje, había perdido la extremidad en un accidente de caza, aseguraba que haber tenido mano alguna vez era mejor que no haberla poseído nunca.
–¿Y eso por qué? —preguntaba su interlocutor, que tenía uno de esos bigotes que llaman de manillar, o de manubrio, ahora no caigo.
–En mi caso, porque el cerebro no ha registrado todavía la pérdida, de modo que dispongo de una mano invisible que me permite coger cosas invisibles.
Los dos hombres rieron por la ocurrencia y a mí me trajeron por fin el café con leche.
–A ver, coge algo invisible —retó el del bigote.
El manco dirigió su muñón a una zona de la mesa y fingió que tomaba con la mano inexistente un vaso incorpóreo que se llevó a la boca. Luego, tras dejarlo en su sitio, se relamió.
–Está mucho mejor está cerveza inexistente que la que nos han puesto.
–¿Mejor en qué sentido?
–No sé, más fresca, con más cuerpo, y encima no nos la van a cobrar.
Hecha esta broma, cambiaron de tema y yo dejé de prestarles atención, pues me había quedado atrapado en el pensamiento del miembro invisible capaz de manipular objetos también inmateriales. Se me ocurrió la idea de disponer de unos ojos inexistentes con los que fuera uno capaz de ver todo lo que no existe. Pese a que el mundo está lleno de objetos, cavilé, son más las cosas que no existen que las que existen. De hecho, dicen que la mayor parte de la realidad está compuesta de materia oscura. Ojalá yo estuviera dotado de algún órgano etéreo que me permitiera captarla. El café con leche, por cierto, me supo mal, de modo que imaginé que me tomaba otro café con leche imaginario que me supo muy bien, por lo que abandoné el local con buen sabor de boca.
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