Hoja de calendario

La democracia israelí

Antonio Papell

La guerra abierta, enconada y brutal que Israel mantiene contra Hamás, la fuerza islamista que controla Gaza, en respuesta a la gran agresión terrorista del 7 de octubre, ha hecho que pasara casi inadvertido un hecho determinante que nos recuerda, extemporáneamente, que Israel es a pesar de todo una democracia.

El hecho en cuestión es el fallo a cargo del Tribunal Supremo, formado por 15 jueces, contra una reforma del sistema judicial israelí que retiraba al Tribunal Supremo, en funciones de tribunal constitucional, la capacidad de anular aquellas decisiones del Gobierno, ministros o cargos públicos electos que considere contrarias al principio de legalidad. Se eliminaba por tanto el control jurisdiccional sobre las decisiones legislativas o ejecutivas, lo que cercenaba el Estado de Derecho y abría paso a la arbitrariedad. Israel no tiene Constitución escrita, por lo que su régimen, basado en normas consuetudinarias y en un conjunto de leyes promulgadas a lo largo de los años, mantiene unos contrapesos internos muy ajustados que equilibran los poderes entre sí. La reforma en cuestión, que fue duramente contestada en las calles durante meses por la ciudadanía israelí, había sido ideada por el Likud, partido conservador de Netanyahu, y por sus socios ultraortodoxos y ultranacionalistas que han formado un gobierno muy escorado a estribor.

La decisión del Supremo de velar por la integridad del régimen marca la prevalencia de Derecho sobre la brutalidad, establece límites a la discrecionalidad de Netanyahu y abre la puerta a que el primer ministro, que ha conseguido evadirse de varios cargos por corrupción, sea finalmente juzgado por su papel en la actual y sanguinaria contienda: por no haber previsto la agresión de Hamás y por haber respondido a ella con medios no autorizados por el Derecho Internacional. En definitiva, Israel sigue siendo una democracia, y ojalá no deje nunca de serlo.

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