Inventario de perplejidades

Los apuros de Pedro ‘El Atrevido’

José Manuel Ponte

José Manuel Ponte

Érase una vez que en el reino de Tartesia reinaba (con muchos apuros, todo hay que decirlo) un apuesto jefe de Gobierno que se mantenía en el poder gracias a su habilidad para comprar voluntades cambiando votos en el Congreso por competencias del Estado. O, como se suele decir, “perder la cabeza por el rabo”.

El rey había superado todas las trampas que le pusieron sus cortesanos, sus familiares (empezando por los más próximos, que suelen ser los peores), sus queridas, sus confesores, sus banqueros, sus generales, sus músicos, sus halcones, sus caballos y cualquier otro semoviente de su interés. Gracias a esa habilidad, había conseguido mantenerse en el trono durante nueve años. Y proyectaba seguir aposentando sus reales nalgas sobre el mullido almohadillado (qué bonita sonoridad al poner juntas esas dos palabras) durante otros nueve años.

El genial escritor arousano Ramón María del Valle-Inclán decía sentir un “gozo abrileño” al juntar por primera vez a un sustantivo con un adjetivo. “Fuera disgresiones”, que diría el aventado presidente de la República Argentina, mientras va pelando a tiras el Estado del Bienestar que regalaron al pueblo el general Perón y su esposa Evita. En España todavía vive gente que les agradece la ayuda que prestaron a la España franquista durante la hambruna que siguió al final de la Guerra Civil.

El sátrapa organizó en honor de la pareja fastos multitudinarios y cuentan algunos cronistas maliciosos que doña Carmen Polo estaba algo molesta por los agasajos que hizo su marido a la joven esposa, que no era fea precisamente.

Muchos años después, ha surgido en España un fenómeno político que en unos medios califican de peronismo y en otros de neofascismo o de lo que se les ocurra, aunque la música de fondo suena siempre como el viejo ultracapitalismo liberal de las mil caras. Y en ese país y en ese tiempo emerge un apuesto político de nombre Pedro, como el de aquel pescador famoso sobre el que se construyó una iglesia bimilenaria.

Más o menos la mitad de su partido, del electorado y de la deslenguada barahúnda mediática lo “odia” porque les ha birlado en el último momento una victoria que ya daban por segura. Es la misma desolación que se apodera de un atleta cuando afloja la musculatura en el último metro y observa con horror cómo alguien con el que no contaba toca con la punta de la nariz la raya de la meta.

Bastante gente se pregunta dónde radica la fuerza y la suerte de este campeón. Y la respuesta es fácil de descubrir. En realidad, no tiene tanto mérito. Su fuerza radica en ofrecer a los partidos (sobre todo a los nacionalistas vascos y catalanes) la conveniencia de formar gobierno construyendo una mayoría con los que se presten al cambalache. La ideología es lo de menos. Véase sino lo sucedido con la llamada “coalición Frankenstein”. Es de suponer que esta forma de hacer política concluirá en el momento que empiecen a escasear los regalos. De momento, no hay problema.