De la izquierda exquisita a la caviar

Escritor

A Maestro, el biopic del director de orquesta Leonard Bernstein, le sobra, como mínimo, una enorme nariz de goma y le falta, entre otras cosas, un episodio histórico decisivo, tanto para su familia como para la contracultura mundial.

La napia de pega que lleva Bradley Cooper, de esas que prometen un Oscar y dan algo de risa, funciona como metáfora perfecta de los aspectos más artificiosos y fallidos de la película. La escena ausente, en cambio, merece mayor explicación.

El 14 de enero de 1970 el matrimonio Bernstein ofreció una fiesta en su lujosísimo dúplex de Park Avenue 850. Asistió la crema de la alta sociedad más o menos izquierdosa, de Otto Preminger a Richard Avedon. Estos al menos estaban invitados, pero también se coló (sisándole el tarjetón a un amigo) una estrella de las letras, Tom Wolfe, con su mirada (y su complexión) de urraca y con una libretita verde de espiral.

Imaginamos que sonaban sonatas de Mozart, mientras los invitados bisbiseaban cosas como “Para mí este es el primero”, dicho con tono de un turista que se dispone a ver algún animal exótico (un búho nival o un lince). Se referían, claro está, a avistar a su primer Pantera Negra. El acto era para denunciar el encarcelamiento preventivo e injusto de varios activistas afroamericanos de ese colectivo y la francachela contaría con la presencia de unos cuantos. Hasta que aparecieron, mientras sonaba algún tema de James Brown (Say it loud, I’m black and I’m proud) y ellos aceptaban “bocaditos de roquefort rebozados con nuez molida”. Wolfe se fijaba entonces en que los encargados de coger abrigos y entregar copas eran blancos y no negros (“Felicia y Leonard son genios”), porque habría sido embarazoso que el servicio uniformado compartiera color de piel con los invitados. Y denunciaba, con este y otros detalles, la hipocresía de una jet set con un tren de vida altísimo que enjugaba conciencias y buscaba prestigio con eventos como ese.

La crónica, obra maestra del género y del Nuevo Periodismo publicada en el Ny Mag, era tan certera por momentos como malintencionada en su vocación. Se enfadaron los Panteras y también los anfitriones (Felicia escribió una carta al Times). Y gustó a otros escritores, sí, pero también a la mano derecha de Nixon.

Su valor es literario, pero también cultural, ya que la etiqueta que usaba, ese radical chic, traducido aquí como izquierda exquisita, sigue empleándose en 2024. Ayuso, por ejemplo, se refiere a la ministra de Sanidad como “izquierda caviar” (fórmula también arrojada por Rocío Monasterio, la Fátima de la clase privilegiada). Y Alfonso Guerra se obsesiona con las veces que va a la peluquería Yolanda Díaz.

Fíjense bien: cada vez que un actor con un Goya o un Oscar en la mano denuncia algo, o que se descubre la compra de una vivienda de un socialista, la derecha vuelve a enarbolar la etiqueta de pijoprogre (o de paguita). En paralelo, cierta izquierda (en redes especialmente) a veces se esfuerza en performar unos orígenes humildes de los que carece. Lo que Wolfe llama “la nostalgie de la boue” (la nostalgia del fango).

Siempre me ha irritado sobremanera el típico activista inflexible y regalalecciones que sabes (primero porque lo intuyes y después porque te enteras) que es un pijazo. Me enfada, digamos, su ocultación del privilegio. Aun así, prefiero al pijoprogre que al pijoloco (el bohemio y con desparpajo) y que al pijo con conciencia de clase (el abiertamente clasista): el primero al menos tiene cierta empatía, se intenta desclasar a ratos, alberga algo de culpa. Aunque la culpa de determinado tipo de pijo debería estar regulada como parte del impuesto de sucesiones.

Suscríbete para seguir leyendo