Opinión | Crónicas galantes

Campaña electoral de la renta

Coincide la campaña para las elecciones catalanas con la de la renta, detalle casual pero tal vez no anecdótico. A diferencia de otros nacionalismos que apelan a la tribu y a los pergaminos históricos, el de Cataluña se centra en los impuestos que, a juicio de sus líderes, sirven para sufragar las alegrías de otros reinos autónomos.

Razón no les falta, aunque sea una razón algo antigua.

Cataluña genera, en efecto, una quinta parte de la riqueza de España: y en ese dato financiero se basan los nacionalistas más extremados para reclamar su independencia de España.

No es cuestión banal, si se tiene en cuenta que la emancipación de los Estados Unidos tuvo su origen en un asunto de vulgar carácter tributario. Consideraban los vecinos de las 13 colonias originales que los impuestos derivados de su riqueza iban a parar, sin control alguno, a la metrópoli británica. Y aquello acabó como ya se sabe.

Tales sucesos ocurrieron, naturalmente, a finales del siglo XVIII, época que se parecía a la actual tanto como un huevo a una castaña. Nada que ver con la economía sin fronteras que caracteriza a estos comienzos del segundo milenio.

Los alemanes, por ejemplo, han aceptado con naturalidad su papel de pagadores dentro de lo que hoy es la Unión Europea, sabiendo como sabían que, más que un gasto, se trata de una inversión.

Fueron sus impuestos los que habrían de financiar, en gran parte, la construcción de autovías, puertos y demás infraestructuras de las que tanto se beneficiaron los países algo menesterosos de la Europa sureña y, ahora, los del Este. Las remesas de dinero llegadas de Bruselas les arreglaron las cuentas a los españoles —catalanes incluidos— cuando aquí pintaban bastos.

A su vez, Alemania y muchos otros Estados de Europa habían recibido anteriormente las dádivas de Estados Unidos, que ideó un Plan Marshall para la reconstrucción del continente arrasado por la Segunda Guerra Mundial.

Nadie regala el dinero, claro está. La ayuda americana, por ejemplo, fomentó una rápida reindustrialización de la Europa occidental, circunstancia que a su vez abriría mercados para los productos estadounidenses. Las dos partes salieron beneficiadas, aunque ello no reste mérito alguno al donante.

Otro tanto ocurrió con el Mercado Común, ahora transformado en Unión Europea. Los países más prósperos del continente aportaron —y aportan— la mayor parte del presupuesto comunitario, aunque no se trate exactamente de una acción caritativa. También en este caso, la mejora de la situación económica de los Estados pobres supuso la apertura de nuevos mercados para los ricos y para Europa en general.

Más o menos es lo que ocurre con Cataluña. Su contribución, muy notable, a la riqueza de España, encuentra también un retorno en el hecho de que buena parte de su clientela esté en el resto de la Península. Vivimos en un mundo globalizado donde las mercancías no entienden gran cosa de aduanas, como bien saben los chinos.

Aun así, la idea de crear un Estado propio puede ser tentadora para muchos contribuyentes: y acaso influya en la campaña en curso para las elecciones catalanas. Otra cosa es que las cuentas de la lechera no siempre salgan bien a estas alturas de siglo.