En casi cuatro décadas que lleva trabajando en el Hospital de A Coruña, el jefe de la Unidad de Enfermedades Infecciosas, Enrique Míguez, creía haber visto de todo. Atendió al primer paciente con sida diagnosticado en Galicia, al primer afectado por la gripe A (H1N1)... Hasta que, hace un año, el SARS-CoV-2 —un virus que hasta entonces muchos que hoy toman decisiones comparaban con una gripe— entró por la puerta de Urgencias y convirtió el centro en un “espacio de guerra”, donde “nadie elegía su lugar en la trinchera”. En medio de esa estampa casi bélica, de la primera ola, dos fotogramas grabados a fuego en sus retinas: “El pánico en las caras de compañeros muy preparados ante situaciones que jamás pensamos vivir y la muerte en soledad de los pacientes”.

¿Cómo recuerda el momento en que se confirmó el primer caso de SARS-CoV-2 en A Coruña?

No nos cogió por sorpresa. El paciente ya había ingresado aislado, ante la sospecha de que pudiese estar infectado. Con la confirmación del positivo, llegó la evidencia de que ese virus que hasta entonces veíamos lejano ya estaba aquí. A partir de ahí, fue como quien va a surfear una ola. Había que procurar ponerse en una buena posición, porque estábamos ante los prolegómenos de lo que iba a venir. Pronto empezaron a aparecer más casos, y ya el 13 de marzo se tomaron medidas para cerrar Galicia.

¿Y después?

Muchísima ansiedad y noches sin dormir, pensando en cómo íbamos a trabajar al día siguiente. Pasamos de atender a pacientes que podían tener enfermedades infectocontagiosas en situación de aislamiento, a estar viviendo una prepandemia, en la que hubo que confinar a la sociedad civil y el edificio principal del Chuac pasó a ser un espacio de guerra, donde había que tener los pies calientes y la cabeza fría para tomar las mejores decisiones en cada momento.

¿Qué imágenes permanecerán siempre grabadas en su retina?

Muchas, pero me impactó especialmente ver el pánico en las caras de compañeros tremendamente preparados ante situaciones que jamás imaginamos vivir. Y nunca olvidaré la muerte en soledad de los pacientes [largo silencio]. Tener que llamar a las familias y comunicarles que no se podían acercar al hospital a despedirse de sus seres queridos porque no había EPI suficientes… fue durísimo.

Escasez de EPI que afectó también a los profesionales, que tuvieron que hacer frente a los primeros casos ‘a pecho descubierto’...

Con los primeros EPI, yo llegué a pensar: “Si esto es un ébola, estamos todos muertos”. Era imposible mantener las mínimas condiciones de seguridad a nivel profesional que requería un virus con el tipo de transmisiones que se suponían entonces a este. Ahora conocemos mejor al SARS-CoV-2, y eso nos da una mayor seguridad. Pero, al principio, era como ir a una guerra. Había que atender a los pacientes y sacar el trabajo adelante como se podía.

Y cuando pensaban que lo peor había pasado, tras unos meses de vaivenes, llega la tercera ola y lo vuelve a anegar todo...

Me sorprendió la magnitud y la rapidez de avance de la tercera ola, algo que solo se podía explicar por una variante del virus, porque no hubo un cambio tan radical en las costumbres sociales como para que se produjese de otra forma. El cansancio pandémico puede llevar a una cierta relajación social, pero de ahí a encontrarse, de repente, con la situación que vivimos a mediados de enero.... Aquello no fue una curva, sino una vertical, y eso no encajaba con la dinámica de un virus normal, solo se podía explicar por algún cambio en el patógeno, como ahora se ha demostrado.

¿La Navidad y la circulación de la variante británica, más contagiosa, formaron una tormenta perfecta?

Así es. Que la gente se relajó en Navidad es una realidad, pero condimentada con una cepa del virus diferente, que se transmite con mucha más facilidad y que incluso afecta más a los niños. Antes podíamos ver dos o tres contagios en una familia de cinco miembros; ahora si son diez, vemos a los diez infectados.

Ante la tesitura actual, ¿a qué nos exponemos si se vuelven a descontrolar los contagios?

En la tercera ola llegamos a estar casi al límite. Si se vuelven a disparar los contagios, sería terrible. Lo único que nos queda ahora mismo, y lo más importante, es mantener las medidas de protección individual: distancia social y uso de mascarilla, principalmente. Cuando no guardamos esa distancia o estamos en un sitio mal ventilado, ahí está el riesgo. Muchos contagios se producen en los domicilios, pero el virus llega a allí de alguna manera.

¿Cómo están los ánimos entre los profesionales de su Unidad tras doce meses de pandemia?

Estamos cansados de intentar dar lo mejor de nosotros mismos. Yo entiendo que la gente se quiera relajar, pero cuando llevas doce meses trabajando con enfermos con COVID en el hospital y escuchas a los negacionistas o ves terrazas abarrotadas como el pasado fin de semana te preguntas: “¿Qué hago yo inmolándome aquí?”. No supone, para nada, un aliciente.

¿Ve necesario endurecer las sanciones a quienes se saltan la normas y ponen en juego la salud y la vida de los demás?

Quizás sería más efectivo aún hacer un fotografía a los negacionistas, ponerla en la puerta de las Urgencias y que el día que se infectasen y tuviesen que ingresar por COVID se les dijese: “Como para usted no existe el problema, váyase a su casa a que lo atiendan”.

Tras muchos meses abordando el COVID, usted mismo sufrió la enfermedad. ¿Cambió su percepción al pasar de médico a paciente?

No es lo mismo explicar qué es el COVID, que vivirlo. Estuve casi tres meses de baja, y todavía tengo alguna secuela. Esta enfermedad no es ninguna broma. Yo intenté llevarla con buen ánimo, pero siendo consciente de todos los problemas que podían surgir. Ya no es solo el coste de la vida. Estamos viendo a pacientes con secuelas a medio plazo.

¿Qué tipo de secuelas?

Dolores musculares persistentes, cansancio, alteraciones en el pulso que en algunos casos dificultan hasta teclear en el ordenador… Secuelas que estamos viendo en pacientes que sufrieron la infección por COVID hace más de seis meses. Y no sabemos qué puede pasar a largo plazo: si se pueden disparar enfermedades vasculares, autoinmunes o de otro tipo, como la diabetes. Hay muchísimas incógnitas por despejar.

¿Cree que la sociedad ha banalizado la pandemia?

Sin duda. Estamos en una sociedad pueril, en la que si no nos riñen, no hacemos caso. Lo que se vio el pasado fin de semana en las terrazas fue un claro ejemplo de ello. Y creo que también ha sido un error que los medios, de forma generalizada, ofrezcan a diario las cifras de fallecidos, porque eso anestesia, pese a que está muriendo tanta gente en este país por COVID como si se estrellase un Airbus a diario.

En esta efeméride, ¿qué mensaje trasladaría a la población?

Esto no ha acabado, queda mucho recorrido y hay que tomárselo en serio. El peaje de esta pandemia van a ser los fallecidos, pero también la calidad de vida de quienes enfermen. Y a los que un año después siguen cuestionando la gravedad de la actual situación, les diría que vengan a trabajar un día al hospital y verán lo que hay. No enferman solo mayores o usuarios de residencias. Hay gente de todas las edades que va a morir o a ver muy mermada su calidad de vida.