Aguien puede creerse que el salvaje linchamiento de Gadafi, el frío asesinato de Ben Laden o la brutal ejecución de Sadam Hussein fortalecen, dignifican o justifican a los vencedores de todas estas guerras? Los vencedores han esgrimido, para avalar sus cruzadas, la defensa de valores fundamentales: la defensa de la libertad y de los derechos humanos, la protección de los civiles inocentes, la satisfacción de las ansias democráticas de los pueblos e incluso la defensa y el impulso de todo lo que significa civilización. Con estas proclamas han conseguido el apoyo o, al menos, la comprensión de la opinión pública y de los ciudadanos de buena fe para desarrollar sus operaciones militares, que nos presentaron como necesarias e ineludibles para la convivencia, para la paz y para nuestra propia seguridad. Pues bien, he aquí los primeros resultados tangibles y bien concretos, que lo dicen todo de las profundas motivaciones impresentables de todas estas operaciones. Nos han encanallado a todos, han quebrado nuestra razón moral y, como consecuencia, los efectos de toda esta orgía de muerte no pueden ser otros que más muerte, más "liberticidio", más desprotección de los inocentes, mas corrosión y corrupción de las democracias y, apuntemos muy bien esto, más inseguridad para todos. ¿Podremos creernos razonablemente que estamos en "el eje del bien"? Si toleramos, nos callamos, comprendemos, nos desentendemos o dejamos pasar estas cosas, ¿qué reacciones igual de canallas y viles podemos esperar como respuesta y qué argumentos nos quedan para poder condenarlas o para combatirlas por inmorales? No nos queda otra que asumir la llamada ley de la selva y que salga el sol por donde tenga que salir.

Los gestores de este sin sentido esgrimen la razón política, como se esgrimía la razón de Estado para perpetrar el crimen, por encima de la ética. El sofisma es viejo, porque la razón ética es tan esencial para la política, que sin ella, la política simplemente no se justifica, dado que los individuos no podemos delegar el uso de nuestra fuerza y de nuestra ira para que, al final, no hagan otra cosa que envilecernos, que es como matarnos. Y de democracia, ni hablamos.

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