Cinco millones de españoles sufren la pobreza energética en sus hogares y Dios sabe cuántos millones más las pasan canutas para poder pagar la luz o el gas. Algunos, como la señora Rosa de Reus, llegan a morir porque les cortan la luz y muchísimos pasan frío, padecen enfermedades y se desesperan por sus hijos porque no tienen luz y calor suficientes, porque se los cortan o porque los esquilman por calentarse o cocinar. En invierno la cosa se nota más y, si se hace público un caso como el de Rosa, la comunidad se conmueve, primero, y luego se cabrea y se indigna al ver que las eléctricas no paran de obtener beneficios multimillonarios, los altos cargos ejecutivos perciben salarios astronómicos y políticos importantes se pasan a los consejos de las energéticas y de las eléctricas por la puerta giratoria de marras, para cobrarse los favores otorgados y a otorgar a estas empresas. Esto último es lo que explica que, aunque millones de ciudadanos paguen con su bienestar, su salud o incluso algunos con su vida el abuso oligopólico y despiadado de estas empresas, el Estado o no intervenga o lo haga muy poquito y en modo Cospedal: en forma simulada y en muy diferido.

No puede haber duda alguna de que la miseria y la pobreza energéticas obedecen fundamentalmente a las políticas comerciales y de explotación que implementan las oligarquías que controlan el mercado energético. Este es el nudo gordiano del problema y este nudo, como el de Frigia, no se soluciona desatándolo parsimoniosamente, mientras la gente sufre y se muere, sino como Alejandro: cortándolo con la espada de un tajo. Por eso no se entiende que el Gobierno del Estado no haya intervenido ya y siga sin intervenir, salvo que su inacción se explique por su complicidad criminal. Ante una situación así la intervención pública es imprescindible y ha de ser contundente: porque es asunto de vida o muerte, porque afecta a derechos fundamentales irrenunciables y porque atañe al corazón de la democracia misma. Y si el Gobierno del Estado, a pesar de todo, no interviene eficazmente y de inmediato, la intervención pública tendrá que hacerla directamente la ciudadanía, plenamente legitimada porque actúa en defensa propia.