En distintos círculos del ámbito pesquero suramericano se comenta estos días en torno a un artículo que, amparado su autor en el seudónimo Peces sin Fronteras, denuncia la captura indiscriminada de peces por medio de todo tipo de buques, especialmente los industriales que, a gran escala, depredan aquellos mares otrora privilegiados y que, ahora, pasan por una situación de -también- evidente sobrepesca.

El autor del artículo pone en voz de un pez -podría ser una anchoveta- las penurias por las que pasan, conscientes de que su vida, aún siendo corta, cortísima, vale tanto como nada y se queja de que diez kilos de animalitos de su especie escaldados en cocederos y posteriormente triturados, sirvan como equivalente a un kilogramo de pienso para otros peces de cultivo o, más prosaicamente, para una pequeña ración de comida de los cerdos.

Es un artículo que debieran leer todos cuantos, directa o indirectamente, viven de la pesca en un mundo que, desde hace muchos años, y a pesar de la existencia de aguas territoriales, nacionales o Zonas Económicas Exclusivas reconocidas en el derecho marítimo internacional, carecen de fronteras porque es habitual, cada vez más, la concentración en caladeros muy diversos de flotas europeas -entre estas la española-, coreanas, japonesas, italianas, griegas, rusas, etc., capaces de capturar miles de toneladas de peces de diversas especies en un solo día, mientras que la flota artesanal sobrevive malamente de aquellos que, con un poco de suerte, logran huir de los grandes "sacos" de las redes para caer, sin transición alguna que les permita en tiempo y forma la reproducción, en los aparejos de aquellos que, casi, casi, pescan para sobrevivir ya que la pesca es prácticamente su único sustento.

Uno recuerda aquellos años en los que era posible pescar con redes desde la misma playa, cuando la xouba embarraba en la arena perseguida en la ría por manadas de delfines. Lo mismo ocurría durante la noche con la pota y el calamar, que se aproximaban a tierra, nunca supe por qué, y que eran aprovechados por la ciudadanía que utilizaba lámparas de carburo y linternas para atraer a los cefalópodos y, con la mano, hacerse con ellos. Otras veces eran plagas de cangrejos -queimacasas, les denominaban, o también patulate- que en toneladas y toneladas sembraban las playas arousanas en un posible intento reproductivo y que los labradores -no se utilizaba entonces la denominación agricultores- capturaban valiéndose de mil artes para, en un carro de vacas, conducirlos a sus fincas y hacer de ellos un abono orgánico que la tierra agradecía en forma de patata o maíz.

Hoy esas estampas son imposibles de reproducir porque, en la mar, son los grandes buques industriales los que logran extinguir todo tipo de vida con sus redes interminables que izan a bordo y posteriormente arrojan a las bodegas del barco miles de toneladas de peces destinados exclusivamente a la harina de pescado, convirtiendo indirectamente a la acuicultura en el mayor predador de los mares.

La sobrepesca nos conduce inexorablemente a mares carentes de vida que nuestros nietos sólo podrán conocer -si sobreviven a la falta de Omega 3 procedente de peces- por las ventajas tecnológicas de los sistemas de grabación. Algo imperdonable.