La obra de Martínez Burgos (Madrid, 1970), denominada Daivat dura 16 minutos y está compuesta en forma de arco: parte de un comienzo en que los metales tocan notas sueltas, en entradas sucesivas; hay luego un cuerpo extenso en que alternan pianísimos y fortísimos; y, finalmente, se retorna al comienzo. El autor, presente en la sala recibió corteses aplausos al saludar desde el placo escénico. Aunque la Sinfónica no siempre resuelve con acierto el repertorio clásico (depende sobre todo de la batuta), en Mozart hubo un movimiento, el Adagio (preciosa cadencia, de Arthur Grumiaux) en que los arcos, estuvieron a la altura que les corresponde; los movimientos extremos (excelente cadencia en el primero de ellos, de Sam Franko) exigen una articulación más fina y precisa. Eso sí; el violinista Jackiw, extraordinario. La belleza del sonido, la transparencia de los armónicos, los pianísimos impalpables que obtuvo de su maravilloso instrumento (Vincenzo Ruggieri, 1704) entusiasmaron al público, que no paró hasta conseguir un bis. Este se resistía porque el violinista tenía que tocar después la Partita, de Lutoslawski; pero la insistencia de la sala consiguió una especie de milagro; la asombrosa versión del Largo, de la Sonata nº 3 para violín solo, en Do mayor. BWV 1005, de Bach, que nos transportó a otra galaxia. De nuevo, Jackiw, aunque esta vez en una obra difícil (desde muy diversos puntos de vista) de Lutroslawski que resolvió brillantemente frente a una orquesta bien balanceada por Coelho. Pero el director se lució especialmente con la sinfonía de Shostakovich que dirigió muy bien a una orquesta que en este repertorio parece imbatible.