Nací en Muxía, en la localidad de Senande, aunque de niña me vine a vivir y a estudiar a A Coruña con mi tía Manuela en la calle Brasil. Mi padre era Dositeo Toba Abelenda y mi madre Carmen Quintáns Mouzo; éramos siete hermanos: Mari Carmen, Pepita, José, Manolo, Emilia, Dosito y una servidora.

Mis padres siempre se dedicaron a las labores del campo, en sus leiras y con sus animales, sin apenas descanso durante toda su vida. Los hijos los ayudábamos, por lo que nos repartíamos nuestros tiempos de ocio y de vacaciones. Gracias a su sacrificio, mis padres nos dieron a todos una educación y estudios, por lo que siempre les estuvimos muy agradecidos. Fueron un gran ejemplo.

Cada vez que llegaba de niña a Coruña me parecía más grande en comparación con mi pequeña aldea. Mi primer colegio en la ciudad fue una academia en Los Castros, hasta el Bachillerato, y luego me marché a estudiar a Santiago Filología Hispánica. Al terminar volví a Coruña para hacer Filología Gallega. Acabados estos estudios, comencé a trabajar como profesora en el colegio de los Maristas, después en el Liceo, el instituto de Monelos, donde tuve como compañero a Manuel Fraga. Luego me destinaron al instituto del Agra, donde desarrollé el resto de mi vida profesional como docente. Me siento muy orgullosa de ella, sobre todo por haber podido hacer, gracias al esfuerzo de mis padres, unas carreras que siempre me gustaron.

En la aldea tuve como amigas a Sabina Barrientos, Clarita, Pepita, María José, Carmucha y Julia. En Coruña hice amistad con Ana, Yolanda, Irene, Margarita, Rosa, Elena, José Luis, David, Luis y Manolo, en la infancia y en la juventud, de los que guardo muy gratos recuerdos. Yo era una niña muy inquieta y nada más salir del colegio ya pensaba en aprovechar cualquier momento para jugar en la calle con mis amigas y amigos. Muchas veces nosotras les ganábamos a ellos.

Me gustaba mucho también leer, sobre todo tebeos para niñas. Había álbumes y tebeos de artistas de cine y de cantantes que entonces estaban muy de moda entre los jóvenes.

Cuando no me enviaba mi tía a a la aldea con mis padres los fines de semana salía a pasear con mis amigas y luego nos íbamos al cine; unas veces a los de barrio, como el Monelos o el Equitativa y otras a los del centro de la ciudad. Al salir de las películas paseábamos por Los Cantones y la calle Real y luego, tempranito, para casa. Las chicas, a los 15 años, empezábamos a tener un poco más de libertad en el horario y podíamos pasar más tiempo por el centro o acudir a alguna fiesta o guateque de estudiantes, que organizábamos en la casa de alguno de nosotros cuando no estaban los padres: nos apañábamos con un pobre tocadiscos, cuatro aceitunas y unos refrescos y ya lo pasábamos pipa.

Fue una época muy bonita, en la que nuestra juventud no tenía prisa y se contentaba con muy poco. Quizá la máxima ilusión que teníamos era la de cumplir años para recibir regalos, y que llegasen las fiestas de Navidad y los Reyes Magos para recibir los juguetes que pedíamos, que en aquellas fechas veíamos en los escaparates de las tiendas del centro de la ciudad, en comercios como Estrada, Tobaris y Barros.

Con la pandilla iba en verano a la playa de Lazareto en Oza, que quedaba abierta al público a la una de la tarde cuando las monjas retiraban a los niños de las colonias que disfrutaban antes de la playa. La explanada del Puntal estaba abarrotada de gente y cuando la marea subía estábamos apretados porque quedaba poca arena. Íbamos y regresábamos caminando por San Diego.

Me casé con Manuel Rojo, a quien conocí en Cee. A nuestro hijo, David, lo llaman Rojo. Juega en el Deportivo de juveniles, del que soy seguidora, como del Dépor. El cine y el teatro suelen ser mis pasatiempos, y procuro asistir con mis amigas siempre que puedo. Vamos en familia a ver los partidos del Deportivo y me suelo reunir con mi pandilla de amigos los fines de semana para recordar los viejos tiempos.

Testimonio recogido por Luis Longueira