Dos hermanos y el ciclo de la tinta en A Coruña: él hace tatuajes y ella los elimina

A Alberto y a Susana Cortiñas no les falta el trabajo en el veterano estudio Kattatoomba y en el centro Nada es para siempre

Los hermanos Korti y Susana, gerentes de Katattoomba y Nada es para siempre, respectivamente.

Los hermanos Korti y Susana, gerentes de Katattoomba y Nada es para siempre, respectivamente. / IAGO LÓPEZ

“Tengo para escribir un libro”. Después de 25 años al frente de uno de los estudios de tatuajes más veteranos de la ciudad, Alberto Cortiñas, Korti, ha visto muchas cosas, pero la experiencia de su hermana Susana tras ocho años eliminando estos diseños de la piel de sus clientes no se queda atrás. El ciclo de la tinta empieza en las manos de Korti y acaba en las de Susana. Él, al frente del mítico Katattoomba. Ella, como responsable del estudio de borrado de tatuajes Nada es para siempre. Como el primero de estos negocios han proliferado en la ciudad muchos en los últimos años, en los que el arte del tatuaje se ha popularizado en todos los estratos de la sociedad. El segundo, al menos en A Coruña, es único en su especie. Pero eso puede cambiar dentro de unos años. “Creo que en 5 o 10 años habrá más centros de eliminación de tatuajes que estudios”, profetiza ella.

Su agenda apoya sus palabras: de ocho a diez clientes todos los días y pocas horas de respiro. Él tampoco puede quejarse: el cuarto de siglo que lleva a sus espaldas le ha granjeado la solvencia suficiente para que cientos de clientes le confíen sus pieles cada año. Ahora, pese al aumento de la competencia, su clientela no solo se ha incrementado, sino que se ha diversificado al tiempo que la disciplina se desprendía de los prejuicios con los que cargaba en sus inicios. “Los estudios ahora son como las peluquerías, hay una en cada barrio. Es bueno que se haya normalizado, antes nos veían como a kinkis. Me hice mi primer tatuaje hace 36 años y estuve dos años de manga larga para que mi madre no me lo viera. Cuando me lo vio, me preguntó que qué había hecho, si me había metido en la droga”, recuerda.

Pero los tiempos han cambiado: ahora, hasta su progenitora ha pasado por la máquina, y luce orgullosa las iniciales de sus dos hijos. Así ha sido para muchos más. “Los padres de mis amigos pasaron de mirarte mal a venir a tatuarse ellos con 60 años”, ejemplifica. Ambos, a su manera, luchan contra el intrusismo y sus consecuencias: él, el de los oportunistas que se suben a la ola y se ponen a tatuar sin las garantías o la destreza suficiente. Ella, contra los centros que eliminan estos diseños con láser convencional sin conocer a fondo la técnica o las necesidades de cada uno de los tatuajes. Al no existir una regulación para su borrado, todo queda en la ética o la formación del que los elimina.

“Uso un láser despigmentante, como el que usa un dermatólogo. Antes las máquinas eran mucho peores, dejaban la piel quemada y no eliminaban el tatuaje de todo. Esta ya es la segunda generación de equipos que tengo. Para ponerte a borrar tatuajes y hacerlo bien, tienes que conocer este mundillo”, comenta. Resume su trabajo en tres calificativos, “Lento, caro y duele”. Y si su hermano tiene para escribir un libro, ella puede comenzar una saga. La camilla de su centro hace las veces de diván de psicólogo. Desde allí es capaz de hacer auténticos diagnósticos del comportamiento humano en base a las pieles que requieren de su intervención.

“Hay gente que no necesita borrarse un tatuaje, necesita un psicólogo. Cuando empecé, pensé que lo que más borraría serían tatuajes mal hechos o chapuzas, pero no: lo que más borro son tatuajes nuevos y bien hechos, de gente de mi edad en la crisis de los 40 o 50. Todos dicen lo mismo: no acepto mi cuerpo con eso aquí”, cuenta.

Como consejo para la vida, ella lo tiene claro: borrar completamente un tatuaje es cuestión de años, así que, ante el impulso de cambio, mejor tirarse al deporte o cortarse el pelo que hacerse un tatuaje sin estar completamente convencido. Por la salud del cliente y por una cuestión de respeto al trabajo del tatuador. “Hay gente que me llama el mismo día que se ha hecho el tatuaje, o que me llega a la cita con tatuaje curando. Yo sufro porque me gustan, y es el trabajo de un artesano. También tengo mucho chaval que se tatuó en casa con sus amigos a los 15 años. Eso es más comprensible”, relata. Si hace memoria, alguno de los elaborados por su hermano ya ha pasado por su láser; pero no porque estuviesen mal hechos, sino porque el tiempo pasa y los gustos cambian. Señala mientras lo dice la fotografía de una espalda decorada con una ilustración magistralmente elaborada que muestra la figura de una mujer alada con el pecho al aire. “El cliente lo disfrutó durante años, pero ahora ya no se ve”, resume.

Y como el roce hace al cariño, a veces a ellos también les pica la curiosidad: ella ha comenzado a borrarse los diseños de su espalda para decorarla de nuevo con otros motivos. Él tiene claro que a lo hecho, pecho. “Me disparó el láser una vez en el dedo y qué va, yo paso, duele mucho”, cuenta Korti. Susana sentencia, con una sonrisa: “Pocos tatuadores aguantan el láser”.

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