Trayectoria controvertida
La vida entre la genialidad y el ridículo de Dembélé
Entender a Dembélé siempre fue tan complicado como descifrar si un regate saldría bien o mal
Francisco Cabezas
Ousmane Dembélé abre mucho los ojos cuando no quiere decir nada. Como si esa mirada, aparentemente despistada, incluso ausente, fuera un refugio desde donde maquinar a sus anchas sin que nadie le moleste. No hace tanto, en un partido en que nada había salido como él hubiera querido, se encontró con que su nombre estaba escrito en la pizarra del vestuario. Eso significaba que debía ser él quien atendiera a los medios. Pero, antes de que llegara el turno, sin que nadie se diera cuenta, borró su nombre. Robert Lewandowski, que bien lo conoce, no se dejó engañar. Aquella triquiñuela no era obra del Espíritu Santo. Le guiñó el ojo, pero le dijo que más le valía hacer lo que le tocaba.
Entender a Dembélé siempre fue tan complicado como descifrar si un regate saldría bien o mal, si el defensor le quitaría la pelota sólo poniendo el pie o caería de culo ante el recorte, si por una vez pensaría un par de segundos y se detendría para mirar y centrar, o si el remate acabaría en la red, en la barriga del portero o en Cuenca.
De entre todas las escenas que deja Dembélé, el hombre que comenzó su carrera en el Barça partiéndose en dos por culpa de un taconazo a destiempo, quien escribe no olvidará un episodio en concreto. Si bien la historia siempre señalará a Ernesto Valverde por el hundimiento en Anfield (4-0), la memoria fue mucho más compasiva con Dembélé. Fue él quien pudo haber borrado toda esperanza de remontada del Liverpool cuando, en la ida de aquella tormentosa semifinal de Champions, tuvo en sus botas el 4-0. Messi le había pasado la pelota y se quedó quieto, esperando a que el francés concluyera el trabajo. Pero Dembélé pateó como si lo hiciera contra una pluma. Y Messi, desconcertado con lo que acababa de ver, mucho más triste que enfadado, se derrumbó. Seguro de que aquello sería el inicio de un largo descenso a los infiernos.
De naturaleza surrealista e indescifrable, verlo jugar durante seis temporadas en el Camp Nou proporcionó al hincha el extraño placer de las películas slasher. Entre sustos y vísceras, uno estaba dispuesto a morir de miedo o de pena, pero siempre con una sonrisa. Y el fútbol de verdad, no el que exige la industria de la competitividad, se trata de eso. De echarte unas risas ante tipos raros que, de tan creativos, ni ellos mismos saben si están camino de la obra maestra o del más cutre garabato.
Dembélé se casó cuando nadie sabía que tenía pareja. Dembélé tuvo el léxico de Valle Inclán cuando había quien creía que no sabía hablar. Dembélé renovó cuando el propio club, por boca de Mateu Alemany, le había dicho que nunca más volvería a jugar en el Barça. Y Dembélé, ante la sorpresa de nadie, se está dejando embrujar por el PSG cuando Xavi creyó que en el Camp Nou, ahora sí, podría ser algo así como un líder.
Pero Dembélé siempre fue un futbolística simétrico. Con una parte entregada a la genialidad y la otra, al ridículo.
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