Cientos de miles o acaso millones de personas se manifestaron el otro día a favor de un Estado propio para Cataluña; y algo parecido sucederá previsiblemente dentro de un mes, cuando los partidos independentistas ganen las elecciones en Euskadi. Nada nuevo ni, desde luego, original en una Europa que durante las dos últimas décadas alumbró decenas de flamantes Estados a partir de la caída de la Unión Soviética y de la desmembración de Yugoslavia.

Lo que en realidad llama la atención es el hecho de que, ya sea aquí o en Kazajistán, se haya puesto de moda una idea tan demodé como la del Estado nacional, que en estos tiempos pinta más bien poco. No hay más que ver a la vieja Grecia, cuna de Europa; o a antiguas potencias imperiales del fuste de España y Portugal, que hace apenas unos siglos se repartían alegremente el mundo en Tordesillas. Todas estas naciones son en teoría Estados soberanos, lo que no impide que en la práctica estén gobernadas por instancias extranjeras. Es la troika formada por el BCE, la UE y el FMI la que se encarga de elaborar los presupuestos de Grecia y Portugal, del mismo modo que lleva un par de años ajustándoles las cuentas a los gobiernos españoles.

Dadas esas circunstancias, no parece que los nuevos Estados de Euskadi y Cataluña -si se diera el caso- fuesen a disponer de mayor grado de soberanía del que ahora disfruta España. Abolidas las fronteras dentro de la UE y sin una moneda propia, tan solo la posesión de un Ejército daría caché de Estado -según la definición tradicional- a un país que se desgajase de otro. Mandar, lo que se dice mandar, seguiría mandando el o la canciller de Alemania.

Aun así, los pujos de independencia se multiplican por toda Europa: un continente que ni siquiera a fuerza de viejo consigue aprender de sus errores. A diferencia de Estados Unidos, país vagamente legionario en el que nada importa la vida anterior ni mucho menos la procedencia étnica, los europeos parecen más empeñados que nunca en acentuar las condiciones que llaman "diferenciales" para sustentar la existencia de una nación y el nacimiento de un Estado.

No solo se trata de los países del Este, forzosamente arrejuntados por Stalin y ahora liberados, en buena lógica, de aquella unión artificial. También por el Oeste europeo se dan casos como el de Escocia, donde una singular combinación de cine y petróleo ha alentado los deseos de emancipación de los electores de ese país. El hallazgo de una gran bolsa de crudo frente a sus costas estimuló sin duda los deseos de independencia de los escoceses; pero en realidad fue una superproducción americana protagonizada por el australiano Mel Gibson -Braveheart- la que de verdad levantó el hasta entonces decaído espíritu nacionalista de Escocia. Casualidad o más bien no, el Partido Nacionalista Escocés pasó de una representación marginal a la mayoría absoluta pocos años después del estreno de esa película. No es seguro ni aun probable que el referéndum de separación anunciado por el Gobierno nacionalista escocés vaya a suponer la desmembración del Reino Unido; del mismo modo que tampoco parece previsible la segregación de Cataluña y el País Vasco en el caso de España. Tal vez ocurra que a estas alturas del tercer milenio, la independencia y la idea misma del Estado soberano no sean ya otra cosa que una piadosa ficción para consumo de amantes de los mitos. La realidad se llama Merkel.

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