Opinión | La espiral de la libreta

La famillia, el pavo y cierta bonhomía

Ciertos olores se encastillan en el recuerdo, como el aroma del pavo asado que preparaba Jane, la casera londinense, un perfume de limón y romero que trepaba por la escalera de la vieja casa victoriana hasta la habitación con lavamanos que le había alquilado. En los descansillos de la escalera de caracol, en una estantería por tramos, reinaba su colección de recetarios provenientes de todo el mundo; era amplia de miras, tanto en la vida como en la cocina. Creo que la Navidad del 91 la pasé con ellos, con los landlords, alguna de sus hijas y sus yernos aficionados al críquet, que salivaban frente al pavo patas arriba. Aunque las guarniciones podrían antojarse una excentricidad inglesa, como el Brexit, lo cierto es que casaban a la perfección con el ave: salsa de arándanos, compota de peras, patatas con naranja y salvia y cebollas asadas, grandes como las que describe Charles Dickens en Canción de Navidad (1843): “Había rubicundas cebollas españolas, de rostro moreno y amplio contorno, que relucían su gordura como frailes españoles”.

Qué enorme Dickens, qué grandeza la suya en mangas de camisa, como si nada. En su época fue una celebridad del calibre de los Beatles, capaz de arrastrar multitudes de lectores primerizos. Un hombre, con la memoria tiznada de betún, cuya escritura impuso la redacción de leyes y asentó costumbres. De hecho, la Navidad, tal como la conocemos hoy, es en parte un invento suyo, al menos algunos de sus pilares: las reuniones con la familia, las comilonas y cierto espíritu de bonhomía.

El abeto y los ‘christmas’

El árbol decorado lo importó el marido de la reina Victoria, el príncipe Alberto, de su Alemania natal, mientras que el primer tarjetón navideño se diseñó en 1843, si bien su uso no se popularizó hasta la década de 1880, cuando la fabricación en masa los hizo asequibles al gran público. La Navidad es un producto de la industrialización, de las vacaciones pagadas, del desarrollo del ferrocarril para poder visitar a los allegados, de los grandes almacenes. Hasta el desparrame un tanto obsceno de nuestros días.

La costumbre de enviar christmas se ha volatilizado. Jane, la casera, siguió mandándomelos durante lustros, hasta el día de su muerte, aunque yo no correspondiera. Este año, aparte de los wasaps, he recibido un única tarjeta de felicitación, de la editorial Libros del Asteroide, con un fragmento de Lo que ha quedado del Imperio de los zares, de Manuel Chaves Nogales, donde un puñado de exiliados celebran la Navidad al conjuro del vodka y melancólicas canciones cosacas. La Navidad se ha deshumanizado tanto que hasta parece un acto de cinismo desear la paz en la verde Ucrania, “tierra de miel y de leche”.

Olga Merino es periodista y escritora

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