Opinión | Inventario de perplejidades

Cuando los Papas eran italianos

Cuando el 19 de abril de 2005, Joseph Ratzinger fue elegido Papa con el nombre de Benedicto XVI y salió al balcón para saludar a la multitud que aguardaba en la plaza de San Pedro, el sector progresista de la catolicidad no podría haberse visto más sorprendido si el anciano vestido de blanco fuera el mismísimo Diablo.

Con 78 años cumplidos, 24 de ellos como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la presencia del cardenal alemán al frente de la curia romana no auguraba nada bueno. Un inquisidor con merecida fama de intransigente no parecía lo más adecuado para gobernar una Iglesia Católica zarandeada por continuos escándalos financieros y revelaciones no menos escandalosas de pederastia en todas las confesiones (se cuentan por miles). A ello hay que añadir la hipócrita colaboración de organizaciones pseudorreligiosas, cada vez con más poder dentro de la organización, para concluir que el pontificado de Benedicto XVI no sería pacífico. Y no lo fue, desde el primer momento. Muy pronto, su delicada salud, junto con el continuo acoso de enemigos, le llevó a reconocer públicamente que se sentía rodeado por una manada de “lobos”. El brillante teólogo y el intelectual riguroso se dio cuenta de que la enorme tarea que le esperaba necesitaba un hombre de más vigor físico para desempeñarla con eficacia.

Desde hace años, la Iglesia que fundó Jesucristo en la Última Cena (de empresa) en el merendero de Los Olivos, el Vaticano protagoniza sucesos más propios de una novela de intrigas criminales escrita por el famoso Dan Brown que una benemérita institución, “cuyo reino no es de este mundo”. El financiero italiano Roberto Calvi, que fue director del Banco Ambrosiano (el Banco del Vaticano), apareció ahorcado debajo de un puente de Londres; el mafioso Sindona, muere envenenado en la cárcel; el cardenal norteamericano Paul Marcinkus, se ve involucrado en las investigaciones sobre todos esos sucesos luctuosos, entre ellos la muerte del papa Albino Luciani, que escogió para ejercer su breve pontificado el nombre de Juan Pablo I. El cardenal y patriarca de Venecia Luciani apareció muerto en su dormitorio después de haber tomado un vasito de leche. Y es el último italiano en ocupar la Cátedra de Pedro.

La larga preferencia del Espíritu Santo por los Papas italianos es digna de estudio, sobre todo, para observar cómo el poder religioso y el poder temporal se las arreglan para defender sus intereses. El que esto escribe, tiene una memoria borrosa del papa Pío XII, que alardeaba de místico, aunque supo negociar con Hitler, Mussolini, Franco (a quien conservó el privilegio de nombrar obispos y de entrar bajo palio en las iglesias), Churchill, Stalin y el general Eisenhower. Suele decirse que “Benedictus amabat monten, Franciscus amabat Vallen e Ignatius Magnus urbes” para acotar el ámbito de su respectiva independencia. Ahora habría que añadir Messi amaba el fútbol.

Después de aquel señor tan estirado, apareció en escena Juan XXIII, un hombre de aspecto bondadoso que convocó el Concilio Vaticano Segundo para revolucionar una iglesia que oficiaba la misa de espaldas a los fieles y en latín por si había para hacer más incomprensible el ceremonial; luego viene Pablo VI, el que le dijo no a la píldora anticonceptiva; más cerca de nosotros el infortunado Juan Pablo I, y a renglón seguido el atleta polaco Juan Pablo II (26 años en el cargo). Y más cerca todavía, Ratzinger y el argentino Bergoglio, hincha del San Lorenzo de Almagro que ha visto realizado el milagro de que su país haya vuelto a ganar el campeonato Mundial de Fútbol.

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