Opinión
Fuera de lugar
Ahora que Marie Kondo ha renunciado a la obsesión extrema del orden, me he relajado. Si ella admite que con hijos no es fácil mantener unos cajones en perfecto estado, por fin respiro con tranquilidad. Jamás podría haberle hecho sombra a la japonesa, pero hace un tiempo también fui buena manteniendo la armonía de las cosas en los espacios que habito. Ningún libro fuera de lugar, las camisetas alineadas, las toallas clasificadas según su tamaño, la ropa interior por colores y esas cosas que se van al garete con el paso de los años. Un día cedes a la visión de una deportiva desparejada en el centro del salón y al siguiente te has habituado a encontrar el mando de la tele entre los cojines del sofá, a los cuadernos sobre las sillas de la cocina o a los pantalones de chándal en el suelo del baño. Y, para ser honesta y a pesar de los gritos repetitivos al son de “¿ordenáis, pooooor favooooor?”, me siento infinitamente afortunada. Nos habituamos a las cosas fuera de lugar sin darnos cuenta. En algunos casos, es un buen síntoma. En otros, malísimo.
Apenas vemos los cartones para dormir o las bolsas de plástico con ropa que han aparecido medio escondidos entre arbustos del parque de nuestro barrio. Casi no nos fijamos en el porche que se ha convertido en la residencia de dos hombres sin hogar. Hace meses, me llamaron la atención. El otro día, casi ni les vi. Antes exhibían un cartón describiendo sus miserias y pidiendo unas monedas. Ahora ni eso. Están dentro de un saco, tapados hasta las cejas, derrotados. Y yo, simplemente, pasé de largo.
De la misma manera, me habitué a la visión del señor que dormía cerca de mi casa y que desaparecía con los primeros rayos de sol. Una tarde le vi sentado en un banco, leyendo a Goethe. Se había cortado el pelo y lo llevaba engominado. Con sus piernas cruzadas y sus gafas de presbicia, descubrí lo elegante que era. Imaginé su pasado. Cómo debió quererle su madre, su plato favorito, su primer amor, qué le sucedió en el trabajo, si tenía hijos o cómo llegó a dormir en la calle. Todos los que habitan de forma invisible tienen una historia detrás. Nosotros deberíamos tratar de conocerla. Es lo mínimo que merecen.
Han empezado a proliferar los barrios de caravanas. Personas que no pueden permitirse pagar un alquiler y han decidido vivir en un remolque, en una furgoneta o en un coche. Hoy son ellas y mañana podemos ser nosotros. Como sociedad corremos el peligro de que deje de llamarnos la atención verlas en los aparcamientos o en descampados. El número de personas que no pueden permitirse un pequeño espacio con suministros y mínimas condiciones de salubridad e higiene crece de forma alarmante. Y asusta como, poco a poco, las vamos incorporando a nuestros paisajes cotidianos sin cuestionarnos las historias que hay detrás y sin plantearnos qué hay que hacer para cambiarlo. La realidad abruma y hay asuntos verdaderamente importantes que están muy fuera del lugar que les corresponde. El acceso a la vivienda es uno de ellos. Estamos tardando.
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