Opinión

El anciano ante el espejo

Cuentan que un día Clint Eastwood mientras jugaba al golf con su amigo el compositor y cantante de música country Toby Keith le comentó que el lunes cumpliría ochenta y ocho años. Toby le preguntó qué pensaba hacer a partir de entonces y él le respondió que comenzaría muy pronto a filmar una nueva película. Sorprendido, Toby se interesó sobre qué le impulsaba a seguir dirigiendo películas a su edad y Clint le contestó que lo hacía para no dejar que entrara en su vida el anciano que veía todas las mañanas al mirarse en el espejo.

Es evidente que a los ochenta y ocho años se tiene mucha edad. Pero no lo es menos que lo determinante es cómo la afrontemos: podemos resignarnos sin más a que nos caiga encima o hacerle frente sin disminuir el ritmo de nuestras actividades cotidianas. Eastwood es un claro ejemplo de la segunda de las actitudes y no creo equivocarme si digo que dirigió sus mejores películas cuando tenía una edad avanzada.

Y es que, como escribió alguien, un hombre no envejece cuando se le arruga la piel, sino cuando se arrugan sus sueños y sus esperanzas. Es ésta una de las muchas frases brillantes que leí en la red y que me llamó la atención, muy probablemente, porque hacía poco que había vuelto a leer unas reflexiones que hizo Ortega y Gasset en su obra En torno a Galileo sobre las generaciones.

Ortega se preguntaba si los mayores de sesenta años tenían algún papel en nuestra realidad histórica. Y tras señalar que los mayores de sesenta eran muy pocos, añadió: “su simple existencia es ya algo excepcional, tienen algún papel, pero muy sutil”. El filósofo agregaba que, así como la existencia de “ancianos de esa edad es excepcional, su intervención en la historia es también excepcional”. El anciano es, por esencia, un superviviente y cuando actúa lo hace como tal superviviente. Unas veces —concluye— porque es un caso insólito de espiritual frescor que le permite seguir creando nuevas ideas o defendiendo eficazmente las ya establecidas. Y otras porque lo buscan los más jóvenes para que les ayude a combatir contra los hombres dominantes.

Estoy seguro de que, si Ortega escribiera hoy esas reflexiones, en lugar de hacerlo en 1933, es decir, hace 90 años, consideraría “ancianos” no a los mayores de sesenta años, sino a los que hubieran superado los 75. Y ello porque conocería, por ejemplo, que la Organización Mundial de la Salud (OMS) clasifica la edad adulta de la siguiente manera: adulto joven, de 18 a 44 años; adulto medio, de 45 a 59 años; adulto mayor (o anciano joven), de 60 a 74 años; anciano, de 75 a 90 años; y anciano longevo, a partir de los 90 años A lo que cabe añadir que, cada vez hay más personas mayores de 80 años, por lo que dentro de no mucho tiempo el término adulto mayor habrá que referirlo a personas mayores de 70 o 75 años. Y si nos centramos en España, según datos del Instituto Nacional de Estadística, publicados el 22 de abril de 2022, nuestro país contaba, en 2021, con 9,3 millones de personas mayores de 65 años, mientras que en 2011 la población de esta franja de edad se situaba en los 8,1 millones, es decir, diez años atrás había un 15,1% menos de habitantes que llegaban a aquella edad.

Sentado lo que antecede, confieso que al igual que Clint Eastwood me miro todos los días al espejo. Es verdad que me quedan bastantes años para cumplir los ochenta y ocho de los que hablaba él, pero también es cierto que ya estoy tres lustros por encima de los “ancianos” de los que hablaba Ortega y Gasset. Es muy probable que sea porque soy un optimista empedernido, pero al mirarme no veo un anciano. Me veo como seguramente soy: advierto perfectamente en mi rostro el paso del tiempo. Pero considero que lo que se refleja no es el semblante de lo que yo tengo por un anciano. Y es que la vida ha sido planificada con tanto acierto que es imposible que podamos contemplar simultáneamente en el espejo nuestra imagen actual y las de edades anteriores. Por eso es imposible compararlas. En el espejo nos vemos solo en el tiempo presente, y si queremos recordar cómo éramos a otras edades habremos de recurrir a las imágenes petrificadas de las fotografías o los vídeos. La vida en eso es muy compasiva con nosotros: vamos envejeciendo, pero inadvertidamente.

No tengo muchas arrugas, más que antes por supuesto, y no miento al afirmar si digo que tampoco tengo arrugas en mis sueños y esperanzas. Mentalmente, siento que tengo la inmensa fortuna de seguir con la “caldera a tope”. Habré perdido, sin duda alguna, una parte de la capacidad de mis mejores años, pero es en lo que menos advierto el inevitable deterioro que se nos viene encima con los años. Además, por otro regalo del destino, sigo formando parte de la población activa. Y no exagero si digo que también tengo bastante bien organizado mi tiempo de ocio que dedico a las actividades que han venido constituyendo mis aficiones favoritas.

Ahora bien, todo eso no me impide reconocer que estoy entrando en la última etapa de mi vida, en la senectud, que es la edad de las “lamentaciones”. En ella, uno empieza a quejarse de todo: de los achaques, de la insensatez de la juventud, de las ocasiones perdidas, del tiempo que pasó, que, por supuesto, era mejor que el presente. Estoy también en la época en la que parece que me he vuelto más intransigente. Creo que estoy entrando en esa etapa, a la que cada vez llegan más personas, y en la que advierto, sin embargo, que hay una pequeña dosis de hipocresía, porque, a pesar de que todo el mundo parece estar mal en ella, son pocos los que tienen prisa por abandonarla.