Opinión | La espiral de la libreta

El abuelo Cebolleta habla con los adolescentes

El abuelo Cebolleta, recordarán los más veteranos, llevaba un pie vendado por la gota, lucía barba profética y soltaba unas brasas achicharrantes. Todo quisque lo rehuía en las historietas del DDT, incluido el loro Jeremías, en cuanto el vejete comenzaba a dar la turra con sus hazañas bélicas en la guerra de Cuba o con las tropas del imperio británico: “En cierta ocasión, iba yo al frente de mis cipayos, cuando bla, bla, bla”. En la fraseología popular, abuelo Cebolleta se ha convertido en sinónimo de alguien que tiende a ponerse pesado con el relato de sus batallitas, y así suelo sentirme cada vez que lidio con adolescentes. No sé bien dónde colocarme.

Me sucedió el otro día en Palamós. Un instituto me invitó a charlar con alumnos de Bachillerato sobre la vocación literaria, sobre el ejercicio del periodismo. ¿Cómo contarles que no existía internet sin parecerse al yayo del tebeo? Explicarles que, cuando cayó el muro de Berlín, hubo que bajar a las catacumbas del archivo a por carpetas con recortes para repartirnos la faena de contar el descalabro, dosieres con epígrafes que decían: “Cronología de la guerra fría”, “RDA (Economía)”, “Biografía de Egon Krenz”. Y escribir a pedalín. Cebolletismo puro.

El salto generacional se ha convertido en disciplina olímpica. El tránsito de la niñez a la adolescencia y luego a la vida adulta resulta ahora más complicado que nunca, no solo porque se ha hecho trizas el puente colgante —el ascensor social, el acceso a la vivienda mediante el ahorro—, sino por la irrupción de internet y las redes sociales. Amigos profes, amigos padres, te hablan de muchachos que se quedan hasta las cuatro de la mañana enganchados al móvil, y luego no dan pie con bola. La generación Z, zeta de zombi. Quieren pasta rápida. Toleran mal la frustración. Son ultraperfeccionistas. Y los espejismos de internet despiertan en ellos una sed insaciable.

En la educación sentimental, hemos pasado del zapatillazo en casa y la dialéctica del “no, porque lo digo yo, y punto”, a cierta dejadez porque no nos da la vida, a una laxitud que no impone límites.

El otro día, venía en El País una entrevista con el psicólogo clínico Francisco Villar, del hospital de Sant Joan de Déu, en Barcelona, experto en la salud mental de los menores, donde abogaba por que los chicos solo pudieran acceder a las plataformas sociales a partir de cierta edad, como sucede con el carnet de conducir.

Da que pensar. No se trata de peroratas del abuelo Cebolleta: en la selva de internet aúllan las bestias, lobos con los dientes muy blancos.

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